lunes, 4 de abril de 2011

Guillermo Prieto, el poeta del pueblo






En noviembre de 1890, el periódico La República , por votación de sus lectores y favorecedores, designó a Guillermo Prieto como “el poeta más popular de México”.

El muy merecido nombramiento fue aplaudido por la mayoría de los escritores y periodistas de la época, colegas del homenajeado, y sólo fue criticado por sus enemigos políticos, como era de esperarse.

Para ese año, don Guillermo tenía poco más de setenta años y había publicado una gran cantidad de artículos costumbristas y poesías; había actuado en las luchas políticas de esas décadas –de su participación estuvo siempre orgulloso, excepto por un episodio que narraba con humildad y vergüenza, pues fue “polko” – ; había alentado la lucha contra las intervenciones con los dardos de sus versos y sus canciones; había impulsado en reuniones, veladas y publicaciones la producción de una literatura nacional, y había escrito sus memorias, unas Lecciones de Historia Patria, y libros de poesía –principalmente hay que anotar su Musa callejera y el primer volumen de sus Romances históricos–. Todo ello avalaba el reconocimiento que le fue entregado con una corona de hojas de plata, como a los grandes autores griegos.

En su larga y honesta vida política no pueden dejar de recordarse acontecimientos como su salida del país con el grupo liberal “por orden suprema” de Santa Anna”; su actuación como ministro de Hacienda durante las expropiaciones de tierras a la iglesia en la Reforma; su intervención para salvar la vida a don Benito Juárez (“¡Los valientes no asesinan!”); su acompañamiento al gobierno republicano en su peregrinación al norte del país durante la invasión francesa, y su rompimiento con Juárez a causa de la reelección de éste.

No obstante la importancia de estos sucedidos en el terreno de la vida política de Prieto y del país, en este artículo quiero referirme a la idea de “pueblo” que se consigna en la obra poética de este gran autor, en particular en los Romances históricos.

Manuel Gutiérrez Nájera, el Duque Job, escribió que Guillermo Prieto pudiera no ser “el mejor” poeta, según los cánones académicos, pues en ocasiones sus rimas son descuidadas, o sus metáforas un tanto sencillas y repetitivas. Además, para el autor de La duquesa…, en su tiempo hubo poetas de gran valía, diferentes en su intención y en su estilo, y por ello no puede señalarse quién es superior a otro. Pero no duda en afirmar que si le preguntaran quién es el poeta más querido, o el poeta más genuinamente nacional, la respuesta sería forzosamente: ¡Guillermo Prieto!

En efecto, el triunfo del maestro, conocido también como El Romancero, se debió al impulso de la mexicaneidad que se trasluce en su obra, en su poesía popular, y en sus romances históricos, donde el pueblo es el protagonista principal, pues si bien aparecen personajes identificados –como los grandes héroes, o los héroes secundarios–, muchos de éstos provienen precisamente del pueblo.

No olvidemos que en los tiempos de don Guillermo Prieto precisamente se construía la nación mexicana. Nacido a ocho años de iniciada la guerra de Independencia, Prieto vivió, sufrió y gozó con todos esos procesos políticos, cercano al poder, tomando partido por un bando específico, pero sin perder su filiación de origen. Así, sus narraciones implícitas en la poesía histórica no son abstracciones sobre la guerra o las grandes ceremonias, sino que son la mirada y la memoria de los léperos, de los indios, de las chinas, de los soldados, de las hijas y madres, de las viejas en el mercado, y de los personajes populares que con él conformaban ese ente multifacético llamado “pueblo”.

Para el sociólogo italiano Paolo Virno el concepto de “pueblo” se ha modificado en el presente, a comienzos del siglo XXI, para ser sustituido por el de “multitud”, pues el primero se identifica con la construcción de un Estado, con la unificación de los individuos distintos, en un proyecto que los abarca y los supedita. En nuestros tiempos, cuando los nacionalismos son rebasados por la globalización, el “pueblo”, la nación y la Patria son conceptos teóricos que para muchos de nuestros contemporáneos significan poco, pues son parte de una multitud azuzada solamente para el consumo. La individualidad es lo que priva ahora.

En cambio, en el siglo XIX y durante casi todo el XX (hasta el inicio del neoliberalismo feroz), el pueblo es un personaje principal en los procesos históricos que se producen: desde la Independencia hasta el Porfiriato y la Revolución Mexicana. A diferencia de otros países latinoamericanos, donde la participación popular no fue tan desbordada como en México, esa intervención de grandes masas como sujetos activos produjo en nuestro país las características populares (incluso populistas) que tuvo el Estado hasta los pasado años 80.

Oservemos ahora el retrato del pueblo presentado por Prieto:


El pueblo en su conjunto

Comenzando los romances de la Independencia, desde el muy bello que refiere el 15 de septiembre de 1810, el autor señala que al grito de “Muera el mal gobierno”, el pueblo se siente libre / y en el polvo sus tiranos. La licencia poética –pues la lucha apenas comenzaba– vale para describir la presencia de la gente de Dolores, que acude al llamamiento y va conformando el gran ejército de Hidalgo, que se engruesa en San Miguel el Grande, y Todo respira contento, / arde y trasciende el placer; / el pueblo llora de gozo,/ aunque sin saber por qué. / Y es que, aunque marcha a la muerte, / el pueblo ya es “pueblo rey”. / Que hagan cálculos los sabios; / el que da su sangre es él…

El grupo insurgente por supuesto no tiene disciplina. Su llegada a Guanajuato es contada así por Prieto: Y ¿qué es la multitud?, ¿qué nos anuncia / ese sordo rumor que forma el pueblo? / ¿Por qué será que desaparece el hombre / cuando se embebe en el conjunto inmenso? / Porque la liga de dispersos seres / da vida a un ser sublime, a otro ser nuevo, / que es terrible, que siéntese infinito, / y que fatal impónese y supremo. /… La intriga, y la impostura, y los cañones /forjarán los tiranos con despecho; / pero ¡ay de ellos si el pueblo se levanta / ofendido vengando sus derechos!

El cantor del pueblo no oculta los abusos y crímenes de la muchedumbre insurrecta, irrefrenable, desobediente, por ejemplo en Granaditas, donde Mata, incendia, roba, asuela / entre feroces rugidos… / y discurren por las calles / desnudos, dando alaridos, / con sus hachas en las manos / y de humana sangre tintos, / hombres mil, que de las furias / fueron vergüenza y ludibrio… / ¿Quién la catarata enfrena / cuando trasborda el abismo? / ¿Quién marca rumbo y concierto / de la tempestad al giro?

En ocasiones el pueblo aparece como espectador. Así la humilde plebe detiene los tristes pasos, / se persigna con la diestra, ante las cuatro escarpias que en Granaditas contienen las cabezas de los iniciadores de la Independencia. Asiste al horrible espectáculo de las ejecuciones, como la que sufre don Leonardo Bravo mediante el medieval recurso del “garrote”: De trecho en trecho se mira, / agrupada con pavor, / la gente en las bocacalles; / se hace y deshace reunión, / al mirar las patrullas / llegar con aire feroz… O al fusilamiento del guerrillero Albino García, quien dirigió la vista al cielo, / y a la multitud curiosa / se encaraba con desprecio, / cuando se escuchó vibrante / la terrible voz de “¡Fuego!”

Por supuesto el pueblo es el destinatario de los deseos del gran Morelos, quien en su polémica con Rayón no acepta una transacción de independencia: Queremos que el pobre pueblo / que en esclavitud vivió, / Entienda que es soberano, / que es de sí dueño y señor; / y que hace y deshace reyes / sin amo ni apuntador.

El aspecto del pueblo es en general el de la pobreza. Y gran parte de ese pueblo está conformado por indios, como los que combaten en Chapala, en la isla de Mezcala, o los que jalan los cañones para cumplir la orden de “A acuartelarse en Oaxaca”. Así se observa, por ejemplo, en la entrevista de Guerrero e Iturbide, en que los soldados del primero caminan a Teloloapan Con desgarrados vestidos, / el pie desnudo en el suelo, / y como en vellones toscos / a los ojos los cabellos; / al hombro viejos fusiles, / calcinados de hacer fuego…/ No tienen alas ni dijes, / pero sí piel como hierro / que el sol con su viva llama / acaricia lisonjero, / tornando pechos y brazos / como plumaje de cuervos. También de la tierra caliente aparecen los pintos, de huarache y sin chaquetas.

Sin omitir las componendas de Iturbide, el poeta relata que a la hora del triunfo, casi todos se tornan independentistas, y la gente en fiesta inunda las calzadas cercanas a la capital; congréganse ardientes juntas, / se publican mil proclamas… /todo joven es valiente, / iturbidistas las damas; / todo clérigo es patriota, / todos los músicos cantan, / todo es cruzar de vendimias, / todo risas y algazara… Los que no se han sumado al carro trigarante son, entre otros, los negros de Yermo (aquel golpista de 1808), quienes con una furia terca, / quieren que domine España, / y que venga lo que venga, / porque, digan lo que digan, / embrutecen las cadenas.

Otros grupos conservadores del pueblo se encuentran entre las soldaderas del ejército realista que maltratan a Morelos cuando fue capturado, o entre los campesinos tomados de leva en cualquier momento y que conforman una turba cruel que atropella.

Pero para 1821 la vida marca otro guión al pueblo, pues es el momento del triunfo. Los dos romances de las vísperas del arribo a la capital y el de los preparativos, ilustran las actitudes de la población, que se deborda en los puentes, que recibe a los trigarantes por los pueblos de La Piedad, La Ladrillera, Guadalupe, Tacubaya, Los Morales, por el Peñón Viejo, por Azcapotzalco, en confusión de vestuarios, entre gritos de vendimias, entre alegres carcajadas, con fandangos en el campo.

La entrada triunfal del ejército trigarante es uno de los más bellos romances de Prieto, donde la presencia del pueblo es subrayada, tal vez del propio recuerdo del autor, que entonces tenía tres años. Bien pudo ser uno de esos tiernos niños, que cabalgaban en los hombros de sus padres, mencionados en el poema:

Inunda la muchedumbre / caminos, plazas y calles, / y como en torrentes surge / de los puntos más distantes… / y en los techos y cornisas / y en las ramas de los árboles / hierven los espectadores / por ver a los trigarantes… / flores regaban el suelo / y eran fiestas los detalles… / azoteas y cornisas, / lo que impera y sobresale / eran orlas de curiosos, / eran racimos colgantes / de léperos y muchachos / invasores de los aires; eran ojos, eran bocas, / era vida exuberante…/ Todas las gentes se amaban, / todas reían sociables, / y la vieja barrigona, / entre su prole chillante, / repetía entre las risas / de los léperos tunantes: “Vamos a ver a mi Güero / y a ver a su coro de ángeles”…

Deslumbra la energía de Guillermo Prieto para concluir, poco antes de su muerte, otros dos libros de poesía patria, con los que abarcó los demás procesos históricos hasta la derrota del imperio de Maximiliano. Por supuesto el pueblo sigue estando presente en esta obra. Cuando se subleva contra Santa Anna, en 1845: Nada. Al que manda, homenajes, / a la canalla el desprecio, / y si algunos díscolos chillan, / rigor y bala con ellos. / Y así cayó uno por uno / en lo más hondo del pueblo, / el combustible ignorado / que al fin produjo el incendio. / ¿Y quién despertó a esa masa / del ignominioso sueño? / ¿Quién convirtió en tigre horrible / a ese humillado cordero? / Nadie. Pero en las naciones / hay un solemne momento / que en la atmósfera los gérmenes / vuelan de los escarmientos, / y el volcán erupción hace / con un frívolo pretexto.

Los arquetipos

Los personajes específicos del pueblo también hacen acto de presencia en esta obra. Y así los romances históricos son también una fuente preciosa para el estudio de la vida cotidiana de la época que relata. Desde luego, los arquetipos más útiles se encuentran en la poesía escrita expresamente para retratar tipos populares, como La Migajita, o Jelipa, un peregrino, o don Pascual, matones, pelados o una viejecita. En esos textos, los integrantes del pueblo se nos presentan con su lenguaje y su caló, en su ambiente y su contexto, y es maravillosamente descrita su actitud y sus valores.

Pero también en los tres volúmenes de los romances históricos aparecen personajes específicos, que nos muestran los rostros individuales de ese pueblo, incluso entre los héroes, pues en el relato de Prieto reasumen su estatura humana. Por ejemplo, don Hermenegildo Galeana, el mismísimo León de la Montaña, es Tata Gildo para la gente; Guadalupe Victoria es ser humano al borde de la inanición y la locura en su escondite en Veracruz; Valerio Trujano, Pedro Moreno, Encarnación Ortiz, El Pachón, y hasta Vicente Guerrero, hacen bromas, comparten los alimentos, bailan, se reúnen en el fandango, conversan en un ruedo con sus compañeros de armas. Prieto escribió: Ora pregunto: ¿Acaso podría / distinguir ciudadanos y guerreros, / dar al soldado y pueblo varia suerte, / despedazar el vínculo que un día / delante el invasor formó la muerte?

También hay otros personajes, un tanto anónimos, como el indio El Giro, uno de los guerrilleros que sostienen la lucha en el Bajío en el periodo de la resistencia; uno de los negros que forman el Estado Mayor de Morelos, distinguido por su valentía; las mujeres y los niños que intervienen en las batallas en El Sombrero, al lado de Mina; las tres muchachas cuya conversación escucha Ramón Rayón, y que están dispuestas a realizar una rifa, para determinar quién habrá de sacrificarse para saciar el hambre de sus compañeros sitiados en el Cóporo; la madre que entrega su hijo la general Anaya en Churubusco…

A través de todos ellos, conocemos datos sobre el vestuario, las cortesías, el lenguaje, la alimentación, los relicarios, medallas y otros signos religiosos, las formas de mirar, las señas, las formas de disfrutar, los amoríos, los recursos y dificultades para transportarse, etcétera, de gran parte de los personajes de las décadas narradas por Guillermo Prieto.

Prieto se refiere al pueblo, como correspondía a su época, como el brazo de Dios, que debía inspirar santidad a los gobiernos. A través de la Historia, el poeta, El Romancero, evoca al pueblo en su energía; lo hace llenar los espacios públicos; lo presenta en momentos de indiferencia o lanzando gemidos o esperando; lo muestra en su lloro y al levantarse rugiendo furioso, o festejando en la victoria. Y todo ello Porque a la Historia Dios ordena / que del pasado despedace el velo, / que con su soplo mágico reviva / y muestre palpitantes a los tiempos…