sábado, 7 de noviembre de 2015

El Porfiriato. Una visión sin maniqueísmo

                                               

Don Benito Juárez fue profesor de Porfirio Díaz en el Instituto Científico y Literario de Oaxaca, donde el segundo estudió la carrera de abogado.
            Porfirio Díaz había sido uno de los héroes que llevó al triunfo al bando republicano ante el imperio de Maximiliano de Habsburgo. Fueron muy valiosas las victorias que obtuvo al recuperar Puebla y la Ciudad de México para los juaristas, mientras otra parte del ejército antiimperialista rodeaba Querétaro y capturaba al triste emperador austriaco. Además, había ya tenido la experiencia de gobernar un gran territorio, pues durante la época de la intervención francesa el presidente Juárez encomendó a su paisano la administración militar de los estados de Veracruz, Tabasco, Chiapas y Oaxaca, en la medida en que esto era posible en medio de la guerra.
            Así pues, Díaz tenía muchos simpatizante y apoyadores que lo respaldaron en sus intentos por escalar el mayor puesto político: la Presidencia de la República.
            Porfirio Díaz se presentó como candidato en 1867 y perdió ante Juárez, quien había conservado el poder desde 1857, en medio de los avatares de la guerra contra los conservadores y contra el Imperio. De todas maneras no fue despreciable un 50 por ciento de la votación que obtuvo en esa ocasión el general oaxaqueño.
            Ante una nueva reelección de Juárez en 1872, Díaz lo desconoció como autoridad con el Plan de la Noria. Depuso las armas ante la muerte del benemérito, pero conservó su animadversión hacia Sebastián Lerdo de Tejada, quien había ocupado el cargo ante la falta de presidente. Lerdo de Tejada buscó reelegirse en 1876 y, para diciembre de ese año, Díaz nuevamente se levantó en armas con el Plan de Tuxtepec, protestando por la reelección de Lerdo, ya tendría tiempo de cambiar de opinión, pues Díaz, como sabemos, se reelegiría en siete ocasiones.
            Más organizado y con la experiencia militar que lo llevó muchas veces al triunfo, Porfirio Díaz venció a las fuerzas lerdistas en una épica batalla en Tlaxcala, en la hacienda de Tecoac.
            Para enero de 1877, Porfirio Díaz se presentó como candidato a la Presidencia y, ahora sí, resultó triunfante. Así comenzó su primer periodo que entonces era de cuatro años, y comenzó el periodo histórico que lleva su nombre: el Porfiriato.
            En esos primeros cuatro años, Porfirio Díaz enfrentó una docena de conspiraciones y levantamientos para derrocarlo, la mayoría de partidarios de Lerdo de Tejada, quien se había exiliado en Nueva York. Uno de esos levantamientos ocurrió en junio de 1877, y se suponía que la tripulación de dos barcos, surtos en Tlacotalpan, se declararía insurrecta. Diaz se enteró de la trama y envió al gobernador de Veracruz una lista con los nombres de los implicados que vivían en el puerto.
            El gobernador era Luis Mier y Terán, quien apresó a los implicados, los llevó al cuartel militar y ahí fusiló a nueve de ellos. La reacción de la opinión pública no se hizo esperar, pero a pesar de ello el episodio quedó impune, pues Díaz no hizo nada para que su incondicional Mier y Terán fuera castigado. Al contrario, lo apoyó para mantenerse en el gobierno y luego lo premió con otros cargos políticos. Sin embargo, esta cruda represión marcó el fin de los intentos por derrocar a Díaz y entonces dio inicio “la paz porfiriana”.
            Después de los cuatro años del primer gobierno de Díaz, respetando la ley y la postura contraria a la reelección, Díaz dejó como presidente al general Manuel González, el militar a quien debió la victoria de Tecoac. Durante ese cuatrienio comenzó levemente la reactivación económica pero lo más importante es que se modificó la ley para permitir la reelección del presidente, con el argumento de que no era consecutiva.
            El caudillo de Tuxtepec ya era un político maduro cuando retomó el poder en 1884. Había desarrollado la habilidad de congraciarse con sus opositores, o neutralizarlos si aquello no era posible: utilizó preferentemente las herramientas políticas de la conciliación, más que la represión. Con el tiempo se convirtió en una presencia patriarcal a la que se pedía opinión, apoyo, arbitraje e inclusive padrinazgo, para toda clase de asuntos.
            Evidentemente, a lo largo de su prolongado gobierno, enfrentó descontentos y conflictos políticos, de los que salió airoso. Sus críticos y enemigos quedaron marginados del acontecer social o fueron encarcelados. En los casos en que protagonizaron rebeliones, incluso fueron muertos o exiliados.
            Desde el primer periodo de gobierno de Díaz, un grupo de intelectuales adicto a su gobierno planteó que la ideología liberal debía transformarse, al haber accedido al poder. En su inicio, tuvieron como tribuna al periódico La Libertad, y su vocero más importante era Justo Sierra. En este diario expusieron sus pensamientos, que fueron prontamente respondidos por los viejos liberales, por lo que se desató la polémica.
            Los jóvenes periodistas de La Libertad decían que había que estudiar científicamente a la sociedad. Sus críticos les endilgaron entonces el apodo de “científicos” y así fueron conocidos los intelectuales partidarios del Porfiriato.
            Años después, los liberales moderados tuvieron un nuevo y mucho más amplio foro: el periódico El Imparcial. Este diario penetraba por su modernidad y su bajo precio en grandes sectores de la población; fue dirigido por el también oaxaqueño Rafael Reyes Spíndola. En sus páginas nuevamente los “científicos” externaron sus ideas y polemizaron con la vieja guardia liberal.
            El cambio producido en el liberalismo de los tiempos heroicos de la lucha contra los conservadores o contra el imperio de Maximiliano, en relación con el liberalismo del Porfiriato, se explicaba por los personeros del régimen como una “evolución”, pues para ellos ya había pasado el momento de combatir; ya habían triunfado y entonces les correspondía cosechar, afianzar los logros, avanzar por la senda del progreso y volverse más tolerantes. Esta teoría “evolucionista” era la filosofía predominante en todo el mundo occidental en ese final del siglo XIX, que pretendía que el desarrollo de la sociedad capitalista era el que necesariamente debían seguir las naciones para alcanzar la felicidad de sus habitantes: primero lograr el progreso, el desarrollo económico, para lograr la participación de la riqueza y la cultura para todos.
            En efecto, el desarrollo económico durante la paz porfiriana fue posible, por primera vez desde 1810, tras décadas en que estuvo hundido el país irremediablemente en la guerra, es decir, en la destrucción.
            Desde el poder político, con el conocimiento de los proyectos específicos para invertir los dineros públicos, fue  posible favorecer negocios particulares. Eso no es exclusivo del Porfiriato. pero al referirnos a este periodo específico, debemos señalar que, en efecto, hubo familias y personajes de la industria y las finanzas que obtuvieron provechos específicos a la sombra del régimen.
            Entre la élite que predominó en ese tiempo no hubo solamente familias mexicanas, sino también capitalistas alemanes, españoles, franceses, ingleses, estadunidenses e irlandeses, que se avecindaron en México y formaron empresas comerciales y de otras ramas de la agricultura y la industria, así como las nuevas actividades bancarias.
            Respecto a las finanzas, el ministro de Hacienda José Ives Limantour pudo entregar cuentas que reflejaban la estabilidad en este rubro, aumentando constantemente el superávit de los haberes del erario. Asimismo, en esta época se fundaron instituciones bancarias y se creó la Bolsa de Valores.
            Es necesario destacar que la infraestructura tuvo gran impulso, a través de inversiones específicas que permitieron la modernización de otras ramas de la actividad. Por ejemplo, se impulsó la construcción de líneas ferroviarias por todo el país, pues se consideró que serían gran aliciente al comercio, como en efecto lo fueron. Al final de este periodo se habían construido más de 18 mil kilómetros de vías que conectaban a las poblaciones más pobladas del  país y otras no tan grandes. Para 1908 el gobierno porfiriano adquirió las acciones del Ferrocarril Central y el Ferrocarril Nacional, con lo que constituyó la empresa Ferrocarriles Nacionales de México, propiedad estatal, que fue base para la posterior nacionalización de esta rama industrial, que continuarían los gobiernos de la Revolución.
            El progreso material también se reflejó en la constante instalación de nuevas empresas mineras, textiles, de transportes, agrícolas, portuarias, eléctricas, urbanísticas, petroleras. En esta época se exportaron productos como limón, vainilla, henequén, tabaco y cigarros, chicle; se concretaron vastas transformaciones realizadas por capitalistas como Íñigo Noriega, quien desecó en diez años la laguna de Chalco, mientras que en Tamaulipas arrancaba al desierto centenas de hectáreas, mediante la irrigación, para destinarlas a la producción de algodón; se fundaron las primeras compañías de seguros y prósperos comercios como la Casa Boker y el Palacio de Hierro.
            Entre las obras portuarias realizadas, hay que mencionar los de Veracruz, Coatzacoalcos, Salina Cruz, Huatabampo, Manzanillo y Acapulco, junto con un moderno sistema de faros situados en las costas y en las islas.
            Otro aspecto del progreso material alcanzado en esos tiempos se refiere a los descubrimientos médicos que llevaron a la eliminación de por lo menos dos grandes males que pesaban sobre la salud de los mexicanos: la fiebre amarilla y la peste bubónica, así como la disminución radical de la tuberculosis, mediante la promoción de las entonces novedosas técnicas higienistas.
            El progreso intelectual fue tan importante que debemos reconocer que en este periodo se constituyó por primera vez un verdadero sistema de educación pública. Entre otros educadores de la época hay que mencionar a Alberto Correa, Ezequiel Chávez, Gregorio Quintero y Justo Sierra. El pedagogo suizo Enrique Rébsamen fue traído a México para concretar el proyecto de formar las escuelas para preparar a los profesores de la educación básica: las escuelas Normales, que en su mayoría fueron para señoritas.
            Justo Sierra, aquel que fuera joven periodista, fue el primer ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. La formación de este ministerio especial, que antes era parte del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, es una muestra de la importancia que tuvo este rubro para el gobierno porfirista.
            En otros niveles de la educación también hubo avances. Uno de los más importantes fue la reapartura de la Universidad Nacional, que había estado cerrada desde 1833. En estos años se graduaron las primeras mujeres profesionistas de nuestro país: la primera médica, Matilde Montoya; la primera abogada, María Asunción Sandoval; la primera odontóloga, Margarita Chorné.
            También se abrió el sistema de educación a niños pequeños, el kindergarten, así como escuelas de artes y oficios para jóvenes y señoritas, y las escuelas especiales para niños ciegos, sordos y –como se decía entonces– con retardo.
            En el ámbito académico, la Escuela de Bellas Artes, el antiguo Colegio de San Carlos, envió becados a Europa, con recursos gubernamentales, a un estudiante distinguido cada año. Uno de los estudiantes que mereció este apoyo fue el guanajuatense Diego Rivera.
            De la generación anterior a Diego Rivera destaca el paisajista José María Velasco, profesor de esa escuela. Muchos otros pintores también realizaron trabajos sobresalientes, como Félix Parra, Germán Gedovius y Julio Ruelas.
            En el arte popular es muy notable la obra del dibujante y grabador José Guadalupe Posada, quien llegó a formar un universo que retrata aspectos de la vida de su momento, pues ilustró una gran variedad de folletos y papeles sueltos, como cancioneros, recetarios, modelos para carta y brindis, noticias policiacas, políticas, taurinas, etcétera.
            En música, son importantes varios compositores y ejecutantes, como Melesio Morales, Ricardo Castro, Gustavo Campa, Manuel M. Ponce. No puede omitirse a Macedonio Alcalá, autor del bello vals Dios nunca muere, ni a Juventino Rosas, creador del vals Sobre las olas, ni tampoco a Alfredo Carrasco, compositor del Adiós.
            La abundante producción escultórica de esta época se empleó para embellecer las avenidas de las ciudades importantes, al grado de que no faltó quien criticara la “manía de estatuas” en que se había caído. Entre los escultores más importantes están Jesús F. Contreras y Miguel Noreña.
            En la literatura, el romanticismo produjo deslumbrantes frutos con poesís, novel ay drama de autores como Vicente Riva Palacio, Salvador Díaz Mirón, Luis G. Urbina, Juan A. Mateos, Rubén M. Campos. En este periodo floreció también la corriente literaria llamada moderna, que tuvo como su cuna a la Revista Moderna. En esta nueva camada de literatos modernistas participaron José Juan Tablada, Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, así como los realistas Federico Gamboa, Heriberto Frías y Ciro B. Ceballos.
            Al analizar el Porfiriato, es preciso no limitar nuestra visión a la enorme figura del dictador reeleccionista, quien para algunos historiadores parece dominar toda su época, sino observar también las realizaciones y luchas de todos sus contemporáneos, quienes pudieron actuar, por primera vez, después de seis décadas de guerras y caos, bajo un régimen que se justificaba a sí mismo como propiciador de la paz y el progreso. Eso último tampoco se puede ocultar al estudioso de la Historia.


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