lunes, 2 de noviembre de 2015

Eurípides. Las troyanas

Eurípides, Las troyanas


Poseidón.–– Vengo desde el Egeo, abismo saturado de sales. Gozan allí los coros de las Nereidas, en bailes llenos de belleza. Unido a Febo, construí altos muros de Troya. Hoy, la ciudad está humeante; derruida por la lanza de los griegos. Pereció, desolada queda.
            Ulises, construyó un caballo, por instigación de Palas. Llenos de armas sus costados, metió dentro las murallas el funesto ardid... Cerca el altar de Zeuz, protector de los hogares, Príamo sucumbió, herido por la muerte.
            ¡Oro, cuánto oro los aqueos han transportado! Esperan buen viento para hacer su retorno.
            Y yo, pues me venció Hera, unida a Atenea, confabuladas para arruinar a los frigios, habré de abandonar la ilustre Ilión. Dejaré mis altares. El río Escamandro resuena con lamentos confusos y dolientes de mil cautivas. Esperan que la suerte les señale el nuevo amo.
            ¡Allá están las de Troya en esas tiendas. Con ellas está Helena, la más bella mujer, hoy una cautiva.
            Si alguno quiere ver una desgracia que no tiene límite, contemple a Hécuba. Yace junto a su puerta; derrama llanto interminable... mucho ha de derramar por muchas causas.
            ¡Adiós, ciudad afortunada antaño; yo me despido de vosotras, oh, hermosas torres! ¡Si Palas, la hija de Zéuz no hubiera anhelado tu ruina, qué gallarda te irguieras desde tus cimientos!

Aparece Palas Atenea

Atenea.–– ¿Es posible tratar al más cercano pariente de mi padre? Dios grande, dios potente y venerado entre los dioses, ¿podríamos esquivar nuestra vieja contienda?
Poseidón.–– Es posible, regia Atenea.
Atenea.–– Me place tu cordura. Has dominado el enojo. Vengo a proponer algo que al igual a ti y a mí interesa.
Poseidón.–– ¡Has renunciado ahora al viejo encono que abrigabas contra Troya! ¿Por qué tales mudanzas? ¿De polo a polo vuelas? ¡Odiaste ayer y ahora los amas! Y en exceso todo.
Atenea.–– ¿No lo sabes? Me afrentaron a mí, afrentaron mi templo!
Poseidón.–– Lo sé. Fue cuando Áyax con violencia arrebató a Casandra.
Atenea.–– ¿Y qué hicieron los griegos? Ni castigo ni reproche.
Poseidón.–– Y ellos con tu ayuda cautivaron a Troya.
Atenea.–– Por eso asóciate a mí; yo quiero castigarlos duramente.
Poseidón.–– Hecho. Contigo estoy. ¿Qué pretendes hacer?
Atenea.–– Quiero lanzar contra ellos un funesto retorno.
Poseidón.––  ¿Estando aún en tierra o navegando el salado Ponto?
Atenea.–– Cuando de Troya emprendan la náutica retirada hacia sus hogares. Será así: Va a enviar contra ellos Zeus aguaceros terribles y granizos sin igual. Huracanes, turbiones y procelas. Más prometió mi padre: darme su rayo fulminante que dé en las naves y las vuelva cenizas.
            Tu parte es ésta: que resuene estrepitoso con tormenta el mar Egeo; que se levanten furiosos los ciclones en el mar salado; ¡ya aprenderán los griegos a venerar mis templos y acatar a los dioses!
Poseidón.–– Así será. No se requieren largos razonamientos. Voy a agitar con furia la salada hondura del mar Egeo. Sube al Olimpo ya. Toma de mano de tu padre los fulminantes dardos y espera que la flota de los griegos suelte sus amarras.

Desaparece Atenea.

Poseidón.–– ¡Necio entre los mortales es el que arrasa una ciudad y deja en abandono templos y sepulcros, donde sagradamente reposan los muertos: tiene ya fijada su desdicha!

Se va. Hécuba se va levantando lentamente y dice:

Hécuba: ¡Troya  ya no existe! ¡Ya no hay reina de Troya!
            ¡Ay, ay!... ¡Cómo no llorar! Se perdió la patria, se perdieron mis hijos y mi esposo! ¡Se derrumbó la fama de mis antepasados!: Polvo y nada.

Ya en pie sigue su canto:

            ¡ Naves de veloz proa empujadas por los remos hacia la santa Troya! Cruzaron el Ponto color de vino. Esas naves están ahora sujetas en esta bahía de Troya, atadas con los cables que los egipcios tuercen! Y eso ¿por qué? ¡Por rescatar a la odiosa Elena, la mujer de Menelao.

Mientras va diciendo la estrofa salen las mujeres del coro.

Corifeo.–– Hécuba, ¿por qué gritas? ¿Por qué alzas tus clamores? Traspasó la cubierta de la tienda el son de tus lamentos y traspasó los corazones. Un terror que congela invadió el alma de las troyanas que allá se lamentan de su amarga esclavitud.
Hécuba.–– ¡Hijas, ya están los remos en las naves de los aqueos, ya se inicia el regreso!
Corifeo.–– ¿Qué intentan? ¿Van a llevarnos ya, conducidas en sus naves, lejos de nuestra tierra?
Hécuba.–– No lo sé.
Coro.–– ¡Ay, ay!, troyanas míseras! Vais a ver la desdicha que les está reservada.
Corifeo.–– ¿Vino ya el mensajero de los dánaos? ¿Quién de los griegos me llevará doliente desde mi Troya?
Hécuba.–– Y yo también, ¿en qué tierra seré esclava, yo que en Troya tuve honores de reina?
Estrofa 1.–– ¡Ay, con qué lamentos deploras tu ruina. Es la postrera vez que miro la mansión de mis padres. Penas más crueles habré de sufrir. ¿O habré de entrar en el lecho de algún heleno ––¡maldita noche en que esa suerte tenga!–– o iré a traer el agua, cual la ínfima esclava, a la fuente sagrada de Pirene?

Llega Taltibio, mensajero, acompañado de escolta.

Taltibio.–– Hécuba, bien recuerdas que muchas veces llegué a Troya con embajadas de la hueste aquea. Conocidos somos, señora; soy Taltibio que reporta ahora un mensaje nuevo.
Hécuba.–– ¡Eso, troyanas amigas, eso es lo que ha tiempo estoy temiendo!
Taltibio.–– Ya se hizo el reparto, si eso estabais temiendo.
Hécuba.–– ¡Ay! ¿A qué ciudad nos designas la marcha?
Taltibio.–– Cada una a distinto amo os asignó la suerte. No igual a todas.
Hécuba.–– ¿Quién a quién ha tocado?
Taltibio.–– Lo sé. Pero ve preguntándome una por una.
Hécuba.–– ¿A quién tocó mi hija, dime, mi desdichada Casandra?
Taltibio.–– El rey Agamemnon la prefirió para sí.
Hécuba.–– ¡Esclava mi hija!
Taltibio.–– Esclava no; secreto enlace la hace su esposa.
Hécuba.–– ¡Ella, que Febo quiso guardar perpetua virgen!
Taltibio.–– Herido está de amores y ama a la profetiza.
Hécuba.–– Y mi otra hija, la que ha poco me arrancasteis, ¿en dónde está?
Taltibio.–– ¿A Polixena te refieres?
Hécuba.–– A ella. ¿Cuál ha sido su suerte?
Taltibio.–– Asignada quedó al servicio de la tumba de Aquiles.
Hécuba.–– ¡Infeliz de mí! ¡Para servir a una tumba le dí yo la vida!
            Y ese servicio ¿qué es entre los griegos? ¡Dímelo, amigo!
Taltibio.–– Llama a tu hija dichosa: tuvo gallarda suerte!
Hécuba.–– ¿Qué quieres decir? ¿Goza aún de la luz del sol?
Taltibio.–– La suerte ahora a ella la libra de todo infortunio.
Hécuba.–– ¿Y qué fue de Andrómaca, la esposa de Héctor?
Taltibio.–– El hijo de Aquiles la escogió.
Hécuba.–– Yo de quién seré esclava?
Taltibio.–– Tocaste a Ulises, el señor de Itaca.
Hécuba.–– ¡Ay de mí, ay de mí...! ¿Servir yo como esclava a ese hombre sin decoro ni nobleza...! ¡Hombre que vulnera continuamente la justicia...! ¡Ese fue mi destino! ¡Lloradme ahora, lloradme, troyanas! ¡Llega mi fin lamentable; infeliz quedo y aniquilada estoy! ¡Fue para mí la más amarga suerte!
Coro.–– ¡Reina, ya sabes tú cual ha sido tu destino...! Pero, ¿cuál es el mío? ¿Quién de los aqueos, quién de los de la Hélade  ha de tomarme por su esclava?
Taltibio.–– Criados, entrad de prisa y traed aquí a Casandra. Tengo que poner su mano en la mano del rey Agamemnón, para ir en seguida a entregar a cada una a su dueño.
            Pero... ¿qué luz es esa? ¿Es un incendio que las troyanas provocan?
Hécuba.–– ¡No, incendio no es; es mi hija Casandra que enajenada por el don profético viene acá presurosa!

Entra Casandra, dominada por el delirio vaticinal. Vestida con bandas en la cabeza y en los brazos. Lleva en la mano una antorcha encendida y llega bailando.

Casandra.–– ¡Álzala, acércala! ¡Llevo una luz! ¡Santifico! ¡Ilumino!
            Mirad, mirad: alumbro este templo. ¡Rey Himeneo: feliz sea el esposo; feliz sea yo en el lecho del rey; que en Argos voy a casarme.
            ¡Oh, Himeneo, rey Himeneo!
            ¡Y tú, madre mía, con lágrimas y gemidos a mi padre muerto y a la patria amada no dejas de lamentar!
            Pero yo en mis bodas enciendo esta antorcha, y la hago tremolar y reverberar en honor tuyo, oh rey Himeneo!
            Coro.–– ¡Oh, reina, tu hija se ha convertido en bacante! ¿Por qué no la refrenas?, ¡no vaya a dar en sus saltos al ejército mismo de los argivos!
Hécuba.––¿Quién iba a pensarlo, hija, que ibas a celebrar nupcias bajo espadas y lanzas argivas, hostiles y duras?
            Trae acá esa antorcha.

Quita la antorcha a Casandra y la da a una de las mujeres

Antorchas, no, troyanas, llevadlas de aquí. Y a esos nupciales cantos responded con lágrimas.
Casandra.––  ¡Madre, pon en mi frente corona de victoria! ¿Gózate conmigo! ¡Voy a nupcias reales! ¡Tú misma llévame, y si yo me resisto, a la fuerza arrástrame!... Mi boca será mucho más perniciosa que la de Elena. Esa boda que va a celebrar conmigo Agamemnón, el rey de los aqueos. Por mí y conmigo tiene que perecer y toda su casa vendrá a la ruina. Esa es la venganza por mis padres y por mis hermanos...
            ¡Hay vergüenzas sin nombre: decirlas no quiero! ¡Hay una espada horrible que ha de cortar mi cuello y el cuello de él! ¡Hay la tremenda ruina en que va a hundirse la casa de Atreo!
            No hablaré más. Solamente de mi ciudad. ¡Más feliz que la de los griegos! Un dios me domina, pero dejaré su dominio para probar mi aserto.
            En pos de una mujer, por un amor solo, los griegos han perdido miles de vidas, para lograr el retorno de una mujer pérfida. Ella fue por su gusto siguiendo a Paris: nadie le había hecho fuerza...
           
Corifeo.–– Dulcemente ríes ante los infortunios familiares. Un canto cantas profetizando un hecho que tú misma ignoras si llegará a ser cierto.
Taltibio.–– Si Apolo no hubiera trastornado tu mente, no lanzarías funestas predicciones contra mis jefes del ejército. Pero lo miro claro: los grandes de la tierra en nada superan a la miseria que tenemos los de abajo. ¡El que es supremo jefe de la confederación de todos los griegos, está perdido de amores por esta loca ilusa! Soy pobre, pero jamás la hubiera aceptado como consorte!
Casandra.–– ¡Siervo infeliz!... Has dicho que mi madre ha de ir a esclavizarse en los palacios de Ulises. Y Apolo me lo  ha dicho: aquí tiene que morir. ¿No das crédito al dios? ¡Tan feo es lo que sigue que no lo diré!
            Y en cuanto a Ulises, ¡Ay, infeliz! Ignora los infortunios que le aguardan. Cuando los tenga encima juzgará cual oro mis propios infortunios y los de los troyanos. Diez años más de los que aquí pasó han de correr antes de que a su casa llegue. Diez años de amarguras.
            Llévame ya pronto; quiero ya unirme en el Hades con mi esposo prometido.
¡Adiós, madre mía; no llores más! ¡Amada tierra patria, y vosotros, hermanos, que yacéis bajo tierra y tú, padre, que nos diste vida; no tardaréis por mucho tiempo en mi espera; voy a ir hacia los muertos portando la victoria, tras arrasar la casa de los Átridas por cuya obra hemos perecido nosotros!

Sale Casandra con Taltibio y los guardias. Hécuba se derrumba sobre la tierra.

Corifeo.–– ¡Guardianas de la anciana Hécuba! ¿No veis cómo ha caído sin una palabra? ¡Vuestra reina por tierra! ¡Levantadla; no séais cobardes, levantad a la reina caída!
Hécuba.–– (a las que intentan levantarla) ¡Dejadme así! ¡Dejadme así caída! Es la postura que me imponen mis desgracias.
            ¡Oh, dioses! Aunque adversos y hostiles, hay que invocar a los dioses, cuando nos rinde el infausto destino.
            Reina fui yo y me desposé con un rey. De él tuve hijos en todo excelentes; ¡e hijos como éstos yo los vi ir pereciendo al filo de las lanzas de los griegos!
            Mis hijas, las doncellas que yo fui criando con esmero para que fueran gala y gozo de esposos dignos, a manos muy ajenas fueron a dar. Y ahora el colmo de males: yo tengo que ir a la Hélade en calidad de esclava.
            Todo, porque Helena quiso prohibidas bodas.
            ¡Para qué, entonces, queréis ponerme en pie? ¿Para cuál esperanza?
Coro.–– ¡Oh, Musa, canta a Ilión: eleva entre lágrimas un canto nuevo: un canto para los muertos.
            Hablaré de ese carro misterioso de cuatro ruedas; entró y me destruyó. Ese me hizo esclava de los griegos.
            Lo pusieron en la puerta los aqueos, cual ofrenda; rompió su cobertura con gran estruendo que al cielo llegaba: saltaron los guerreros guarnecidos con corazas de oro.
            Se alzó un solo grito en la ciudad. Vieron el artefacto y empezó el azote.
            Estalló repentino un clamor de muerte.
            Los niñitos sin habla transidos de espanto, aferraban las ropas de sus madres. Era que Ares dejaba el embozo y se ponía a la lucha, auxiliado por Palas.
Fue cuando sobrevino el negro fin: junto a las aras fueron cayendo los troyanos.
Fue cuando sobrevino el negro fin.
Fue cuando sobrevino el negro fin.
Fue cuando sobrevino el negro fin.

Al terminar el coro entran Andrómaca y su hijo Astianacte, conducidos por soldados que llevan los despojos, entre ellos el escudo de Héctor.

Corifeo.–– ¡Hécuba, mira a Andrómaca! ¡Junto a ella con amante brazo aprieta a Astianacte, el brote de Héctor...!
            ¿A dónde vas, esposa sin fortuna,  junto a las armas de Héctor?
Andrómaca.–– ¡Los argivos dominadores me conducen.
Hécuba.–– ¡Ay de mí!
Andrómaca.–– ¿Por qué te afliges y me lamentas?
Hécuba.–– ¡Ay, ay!
Andrómaca.–– ¡Me duelo de mis males!
Hécuba.–– ¡Ah, Zeus!
Andrómaca.–– ¡Mi destino sin igual!
Hécuba.–– ¡Mis hijos!
Andrómaca.–– ¡Lo fuimos; ya no lo somos!
Coro.–– Acabó la dicha; Ilión quedó deshecha!
Andrómaca.–– ¡Infortunio!
Hécuba.–– ¡Se agotó mi progenie! ¡Trágico fin!
Andrómaca.–– ¡Ay, mi ciudad!
Hécuba.–– ¡Humeante está!
Andrómaca.–– ¡Oh, madre del guerrero valiente que en otros tiempos abatió tantos griegos... madre de Héctor!... Vamos aquí, yo con mi hijo; ambos fruto del botín guerrero. Nobles nacimos; hoy somos esclavos.
Hécuba.–– ¡Tremendo es el destino: ¿Quién puede oponerse? ¡Hace un momento me arrancaron a mi hija Casandra!
Andrómaca.–– ¡Ay! ¿Sería otro Áyax que se presenta a tu hija? Y no es el único mal; otros te agobian.
Hécuba.–– Y medida no tienen, ni número tampoco.
Andrómaca.–– Tu hija Polixena fue muerta junto a la tumba de Aquiles. Ofrenda a un muerto que no tiene vida.
Hécuba.–– ¡Ay, infeliz...! ¿Con que ese fue el enigma que me anunció Taltibio entre misterios? ¡Claro lo veo ahora!
Andrómaca.–– Yo la vi y corrí para cubrirla con un peplo y llorar sobre ella; estaba muerta.
Hécuba.–– ¡Hija, hija mía... impío asesinato! ¡Mil veces ay! ¡Al fin has muerto!
Andrómaca.–– Murió como murió. No hay más. Pero para ella la muerte es más grata que para mí la vida.
Hécuba.–– Hija no; no es lo mismo estar muerto que gozar la vida. Muerte es la nada; vida, la esperanza.
Andrómaca.–– Madre, aunque ya no des a luz! ¡Qué palabras tan bellas! Oye, ahora las mías. Algún consuelo pondrán en tu alma.
            Pienso que el que no vino al mundo es igual al que muere. Y muerte vale más que penar de la vida.
            Polixena murió. Cual si no hubiera vivido. Niña, no tuvo tiempo para llorar las amarguras de esta vida... ¡Pero yo... Pero yo... ¡Ay! Escalé las cumbres de la dicha. ¿Qué me faltaba para ser feliz? Las que son dotes de una esposa recta, yo las ejercité todas. En la casa de Héctor, ¡ay, de mi Héctor!
            Dicen que es dote de una mujer casada no salir del hogar. Si va fuera, provoca el vituperio, es vista mal. Nunca busqué tal vanidad. En mi hogar recluida, nunca salía, y nunca admití a mujeres de charla y ostentación. Me bastaba mi inteligencia para regular mi conducta. Lengua callada, rostro apacible. Eso hallaba mi esposo al tornar al hogar. Supe muy bien cuándo debía ceder y cuándo alcanzar algo de él con halagos.
            Esa fue mi desgracia. Llegó la noticia al campamento de los griegos. Ya caída en el cautiverio de los vencedores, el hijo de Aquiles puso en mí los ojos y quiso hacerme suya. ¡Voy a ser una esclava en el hogar mismo del que mató a mi esposo!
            ¿Ves? La muerte de Polixena que estás llorando, no puede compararse con la desgracia mía. Todo perdí; aún aquello que dicen es consuelo de los hombres; perdí hasta la esperanza.
Coro.–– Igual es mi infortunio. Cuando tú deploras tus males, estás llorando por los míos.
Corifeo.–– Ah, pero mira... Mientras disertamos, llega el mensajero de los aqueos... ¿Qué nuevas traerá?

Llega Taltibio con hombres armados.

Taltibio.–– Andrómaca, mujer que fuiste del más valiente de los troyanos, de Héctor digo, no contra mí vayas a proferir imprecaciones... sin quererlo, tengo que ser emisario de los griegos.
Andrómaca.–– ¿Qué es? ¡Algo funesto; lo dice tu proemio!
Taltibio.–– Mandan que tu hijo... ¿Cómo decir lo demás?
Andrómaca.–– ¿Va a ser de un amo diferente del mío?
Taltibio.–– Nadie entre los aqueos va a tener en él dominio.
Andrómaca.–– ¿Van a dejar sin amo al único resto de los troyanos?
Taltibio.–– No sé en qué forma te diga la desdicha para ti inminente.
Andrómaca.–– Alabo tu pudor, menos cuando hablas de desdicha.
Taltibio.–– Van a matar a tu hijo; tal es la gran desgracia.
Andrómaca.–– ¿Qué oigo? ¡Mayor mal que mi nueva boda!
Taltibio.–– Venció Ulises entre los griegos confederados. Dijo...
Andrómaca.–– ¡Mal sobre mal sobre mí ha caído!
Taltibio. -–que no había que dejar que se criara el hijo de tan valiente padre.
Andrómaca. --¡Que suerte igual caiga sobre sus hijos!
Taltibio. -–Y será precipitado de las torres de Troya.
            Sufre con noble pecho tus desgracias. No resistas. Si algo dices que encolerice al ejército, ni tumba tendrá el niño.
Andrómaca. --¡Amadísimo hijo, mi única riqueza!... Vas a morir a mano de tus enemigos, vas a dejar solitaria a tu madre infeliz. ¡Mueres por la nobleza de tu padre; esa su valentía que a tantos salvaba!
            ¿Estás llorando, hijo? ¿Por qué tus manecitas se aferran a mis vestiduras, cual tierno pajarillo que a mis alas te acoges? ¡No, no ha de alzarse Héctor de las tinieblas blandiendo la gloriosa lanza para traer salvación! ¡Ya no existe la parentela de tu padre, ya no existe el poder de Troya!
            ¡Da el postrer beso a tu madre infeliz, tú, dulce niño amado! ¡Deja aspirar el aroma de tu cuerpo!
¡Griegos salvajes! ¿Por qué matar a este indefenso niño?
Y tú, Helena... ¿hija de Zéuz  tú? ¡Nunca!, lo niego. ¡Mil padres has tenido! Eres hija de la maldad, hija de la Envidia, del Crimen, de la muerte... De todos cuantos monstruos del mal ha engendrado la Tierra.
            ¡Vamos, llevadlo ya, arrastradlo, echadlo al roquedal! ¡Ah, son los dioses  los que tal ruina fallaron contra nosotros!

Taltibio toma al niño

Andrómaca (sigue)  ¡Esconded el cuerpo desdichado de esta mujer sin fortuna! ¡A bellas bodas marcho, despojada de mi hijo!

Coro. --¡Troya infeliz: a miles diste muerte y ruina, y fue por una sola mujer y una aborrecible boda!

Taltibio. --¡Vamos, niño; deja el regazo de tu doliente madre!
Tomadlo ya... Menester es, para cumplir este cometido, ser un desvergonzado y sin entrañas, sin sentimientos... ¡Yo no soy así!

Salen Taltibio y los soldados llevando al niño

Hécuba. --¡Hijo, hijo de mi hijo infortunado! Tu madre y yo fuimos a la fuerza despojadas de tu vida.

Vuelve a caer por tierra.
Llega Menelao con sus soldados.

Menelao. --¡Vibrante cual cabellera tu luz reluce, oh Helios! ¡Hoy más que nunca, porque mi esposa Helena vuelve a mis manos! Yo soy Menelao, que tantos males arrostró, y éste es el ejército de los aqueos.
Piensan que por una mujer solamente vine a Troya. No fue por eso; fue por alcanzar a un hombre que, pérfido a la santa hospitalidad, del palacio mío arrebató a mi esposa.
Él ya pagó, con la asistencia de los dioses, la pena merecida y cayó bajo el filo de las lanzas griegas. Y a esa mujer de Esparta —no la llamaré esposa— vengo a llevarla.
Que está, dicen, en las tiendas de las cautivas, confundida con ellas como si fuera troyana. Aquellos que lucharon tanto para recobrarla la han dejado a mi arbitrio para que yo la atraviese con mi lanza, o para que me la lleve a Argos.
No decidiré en Troya la suerte que toque a Helena. A fuerza de remos nos llevarán a tierra griega. Mandaré allí que la maten. Será la venganza por mis amigos que sucumbieron junto a Ilión.
¡Vamos, servidores míos, apoderaos de ella; no importa que sea arrastrada por su profanada cabellera! Y ya, con favorable viento, haremos que ella regrese a Grecia!

Hécuba. --¡Oh, Zeuz! ¿Eres la fuerza en la naturaleza? ¿Eres una pura concepción de los hombres? ¡Yo no lo sé! Me rindo ante ti y te adoro.
Menelao. --¿Qué es? ¡Con voces nuevas a los dioses clamas!
Hécuba. –-Te alabo, Menelao, si matas a tu esposa. Pero si la ves… ¡huye! Es amor y el deseo pueden cegarte. Es la que cautiva los ojos de los hombres; ¡tan seductora es! ¡Bien la conozco, para mi desdicha!

Los guardias de Menelao sacan a Helena de la tienda

Helena. -–Hace temblar el proemio de tus hechos, oh Menelao. Me echan manos encima y por fuerza me traen tus criados. Bien entiendo. Soy aborrecible... pero quiero preguntar aún: ¿qué sentencia habéis dado en mi vida, tú y los otros griegos?
Menelao. --¿Un juicio para ti? ¡No lo mereces! Todo el ejército te odia; te han entregado a mí para que yo te mate.
Helena. -¿Puedo contestar a tus palabras? ¿Puedo mostrar que si muero, moriré injustamente?
Menelao. –-No vine a discutir; vine a matar.
Hécuba. –-Oye a esa, Menelao; no la mates sin defensa. Y a mí me dejas, si te place, la réplica a lo que va a decir.
Menelao. --¡Que hable, si quiere hablar! Y esto lo hago por ti (a Hécuba); no se crea ella que le concedo derecho a hacerlo.
Helena. -–Antes que todo, principio de mis males, es ésta (señalando a Hécuba), la que dio a luz a Paris.
Ante tres diosas, Paris fue juez. Palas le prometía que conquistaría Grecia. Hera le dio ser rey de Asia y conquistador de los confines de Europa, si daba en su favor el fallo. Cipris no dio tales promesas: ponderó la belleza de mi cuerpo; le dijo que me había de entregar a él, si la prefería a las otras diosas en el juicio sobre la belleza.
Y ahora reflexiona en lo que siguió a esto: triunfó Cipris y me dio a Paris, y mi unión a él dio grandeza a los de la Hélade. Esa ventura fue de toda Grecia y fue la ruina mía. Mi belleza me arruinó. Y lo que fuera un mérito, resultó para mí una afrenta. Merecería yo una corona, pero me dieron maldición de infamia.
¡Ya sé que dirás que yo diga la razón por qué huí del hogar conyugal! Una diosa intervino; pero fuiste culpable. ¡Hombre eres, y no lo pareces...! ¿Por qué al emprender tu travesía de Esparta a Creta, dejaste en mi hogar ...a Paris?
¿Con qué razón hoy, esposo, puedes con justicia hacer que yo muera? ¡Me forzaron a hacer esta boda; y sea lo que haya sido lo que dio a la casa, a mí me hizo una mísera sierva!
Corifeo. –-Reina, tú ahora habla en defensa de la patria y de tus hijos. Echa por tierra las argucias de su alegato. ¡No se puede negar que ella habla muy bien, a pesar de ser una malvada!
Hécuba. –-Voy, primero, a hablar de las diosas y a hacer ver que ésta miente. ¿Una diosa cual Hera, iba a tener el anhelo de ser la más hermosa? ¿Es que buscaba, acaso, tener un esposo que superara a Zeuz, que es el suyo? Y luego Atenea... ¿Tenía que andar buscando un marido entre los dioses si obtuvo de su padre el permiso de permanecer virgen?
¡Ah, Helena, no seas insensata!... Ningún hombre en su juicio podrá creerlo.
Lo que pasó, es que viste a mi hijo ataviado con galas extrañas a las de tu país, todo resplandeciente de oro, y se te fue el alma en ansias de placer.
Y pensaste que al dejar Esparta hallarías en Troya una opulencia que no podría ofrecerte Menelao.
¡Vaya! ¿Con que por fuerza te arrebató mi hijo? ¿Hay habitante de Esparta que lo atestigüe? ¿No podías dar clamores? Y allí estaban Cástor y Pólux, tus hermanos en plena juventud, que aún no habían sido transformados en estrellas...
Yo por mi parte, muchas veces te dije: “hija, vete”. Yo misma facilité tu huida en una nave.
¡Merecerías que te escupieran la cara!
Debías presentarte con ademán de humillación, con ropajes muy pobres, harapos si es posible; temblando de pavor con la cabeza raída al rape... ¡Desvergüenza no; modestia es lo que te conviene!
Oh, Menelao, debes matar a esta mujer como lo pide tu decoro y dando a todos esta norma: mujer que traiciona a su marido, sufra la muerte.
Corifeo. –-Menelao, obra digno de tus ancestros; castiga a tu mujer. Que no tenga Grecia razón de acusarte de cobardía.
Menelao. –-Acorde estoy con tus palabras. Buscando extraño tálamo dejó por su gusto el hogar. Mezclar a Cipris en el asunto es necedad suya.
Vamos, vete a donde te aguardan los que han de apedrearte. Ve a morir, para que sepas cómo no debieras haberme deshonrado.

Helena cae por tierra arrodillada ante Menelao.

Helena. --¡A tus rodillas me abrazo; no me eches en cara ese crimen; yo no soy culpable. ¡Viene de los dioses! ¡No me mates; perdóname!
Hécuba. -–No la perdones; piensa en no traicionar a tus aliados muertos por causa de ella!  ¡Por ellos, por mis hijos, te lo ruego!
Menelao. –Deja, Hécuba, para ésta no tengo miramientos. Mando que mis siervos la lleven a bordo de una nave; tendrá que ir por los mares.
Los soldados se llevan a Helena.
Hécuba. –¡Pero en tu nave no!
Menelao. –¿Qué? ¿Tiene más peso ahora que el que tuvo?
Hécuba. –¡No hay amante de un día que no siga amando siempre!
Menelao. –Depende del amor con que fue correspondido… Pero haré lo que quieres. No irá en la nave en que nosotros vamos. No está mal lo que dices… Malvada fue, malvada muerte tenga. Y ha de poner la muestra a las mujeres todas de lo que es ser honesto. No es fácil, por cierto. Pero su suplicio impondrá terror a las de su impúdica raza, por muy malas y pérfidas que sean.

Sale Menelao con sus soldados. Hécuba cae de nuevo en tierra.

Coro. –Cuando la nave que lleva a Menelao vaya cruzando el mar profundo, hagan los dioses que arda, entre el mar encerrado en ese estrecho, y presa sea del rayo que calcina, en tanto que navego hacia Grecia, hecha una esclava ya.

Viene Taltibio con soldados. Traen el cadáver de Astianacte y el gran escudo de Héctor.

Corifeo. –¡Ay, ay… golpe tras golpe; nueva herida a otra herida caen sobre una tierra que avasalló el infortunio!... ¡Ved, esposas de los troyanos, ved… traen a Astianacte muerto. Lo arrojaron desde el torreón como se lanza un disco, por orden de los dánaos, y nos traen ahora su cadáver.

Taltibio. –Hécuba, un solo barco queda en la playa. El del hijo de Aquiles. Neoptolomeo. Va con él Andrómaca. ¡Cuánto me hizo llorar cuando dejaba este suelo llorando. Pidió licencia de dar sepultura al hijo de Héctor. Pidió también el escudo que era espanto de los aqueos. Rogaba ella que en lugar de un féretro se enterrara al niño en el escudo.
La madre se fue. No pudo oponerse a la prisa de su nuevo esposo. Tú ataviarás el cuerpo. Ya te libré de una pena; cuando iba cruzando el río Escamandro, yo mismo bañé su cuerpo y lavé sus heridas. Y ahora vamos a abrir su fosa en que repose.

Se van Taltibio y los solddos hacia un extremo de la escena.

Hécuba. –¡Si ese es el escudo redondo de mi Héctor; dolor y dicha a un tiempo es contemplarlo!
Pero, ¿qué nuevo crimen fue éste? ¿Por temor asesinar a un pobre niño? ¿Qué era lo que temían? ¿Qué alguna vez pudiera hacer resurgir a Troya. Pero al fin sucumbimos. La ciudad cayó muerta… ¿Y ahora temías a un niño?
¡Pobre cuerpo infantil deshecho, yo te llevo a la tumba! ¿De qué sirvió mi anhelo de acariciarte? ¿De qué mis besos que te halagaban?
¿Qué me dejó la suerte para darte, niño infeliz? ¡Nada me queda!
Vano y loco es el hombre que en la dicha se deleita, creyendo que es segura.

Se acercan las mujeres y traen algunas prendas de amortajamiento.

Corifeo. –En las tiendas de las cautivas pudimos hallar estos despojos de la antigua opulencia de Troya; los traen ahora para que amortajes a tu muerto.
Hécuba. –Esta ropa que te pongo sea, niño, por la ostentosa vestidura que debías haber portado en tus bodas… No hay monedas para tus ojos. (le coloca dos piedras).
Y tú, glorioso escudo triunfante, recibe al menos esta guirnalda. No morirá tu gloria, pero tú mueres, al ir como féretro de un muerto.

Coro. –¡Ay, ay! ¡Amargo lamento! Te va a acoger la tierra, hijo mío. La que sea madre, llore.
Hécuba. –Mujeres amadísimas…
Corifeo. –Hécuba, habla… ¿Qué dicen tus lamentos?
Hécuba. –Nada me vino de los dioses, si no fue tormentos. Y hay que reconocer, que si los dioses no hubieran hundido a Troya, seríamos unos infelices sin fama ni nombre.
Marchad ya, llevad ese cuerpo a una tumba sin gloria. Ya se le dieron los honores fúnebres. Aunque yo creo que los muertos no se ocupan de ricos funerales.

Salen los soldados con el cuerpo del niño puesto sobre el escudo.
Coro. –Madre, madre sin dicha!... Pero, ¿qué es? ¡Van y vienen antorchas en los muros encendidas en manos de los hombres! ¿Una nueva desgracia para Troya?

Llega Taltibio.
Taltibio. –Doy orden de prender fuego a la ciudad de Príamo.
Y vosotras, hijas de Troya, debéis ir en paso directo a las naves de los aqueos. Tal es la orden de partir.
Y tú, Hécuba, la más doliente de las mujeres todas, avanza. De orden de Ulises vendrán a buscarte.
Hécuba. –¡Desdichada soy! ¡Extremo de mis males, fin de todas las ruinas es lo que sobreviene! ¡Salgo del suelo patrio en tanto que se abrasa en llamas!
Coro. –¡La gran ciudad ya no existe entre las ciudades!
Hécuba, caída, golpea la tierra con los puños.
Hécuba. – ¡Oh, tierra nutridora de mis hijos!
Coro. –Estás llamando a los que yacen muertos.
Hécuba. –Por eso golpeo el suelo con mis manos marchitas.
Coro. –También yo me arrodillo; también aclamo a mi perdido esposo.
Hécuba. –¡Nos llevan!
Coro. –¡Dolor, dolor, pregona tu grito!
Hécuba. –Vamos a un sitio para ser esclavas.
Coro. –Lejos del suelo patrio.


Hécuba. –¡Ya, temblorosos miembros, emprended la marcha! Se inicia el viaje hacia la esclavitud de mi vida sin dicha.
Coro. –¡Ciudad infortunada! ¡Vamos, marchad hacia las naves de los griegos!

Se van yendo lentamente.










1 comentario:

panseyhaddock dijo...

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