Los persas
Esquilo
PERSONAJES
Coro de ancianos
Atossa
Un mensajero
La sombra de Darío
Jerjes
La escena, en
Susa, delante del palacio real de Persia y la tumba de Darío
(Aparece el
coro de ancianos)
Hénos aquí a
los que somos llamados los fieles, entre aquellos persas que marcharon contra
la Hélade; a los custodios de estos espléndidos y dorados palacios, a quienes por la dignidad de las canas nos
eligió el hijo de Darío, el mismo rey Jerjes nuestro señor, para que velásemos
por su reino.
Agitado ya el corazón salta en el
pecho presagiando males sobre la vuelta del rey y de aquel su ejército que
salió de aquí con dorada y magnífica pompa.
Desampararon sus ciudades y
partieron los de Susa y los de Agbatana, unos a caballo; otros en naves; y el
resto, con lento caminar, a pie y en apretadas haces formando el grueso del
ejército. Tales corrieron a la guerra.
Babilonia la espléndida envía a modo
de un río de innumerables hombres todos mezclados y de gente de mar, orgullosa
de la fina puntería de sus flechas. Y, en fin, los pueblos todos de Asia,
armados de sus mortales dagas, siguen luego bajo la venerada conducta de su
rey. De esta suerte ha partido la flor de los hijos de Persia, y esta tierra de
Asia, que los crió, llóralos con amor ardentísimo, y las madres y las esposas
cuentan temblando los largos días de un tiempo que no se acaba jamás.
Y el señor de la populosa Asia lanza
con furia sobre el continente su prodigioso rebaño de pueblos por dos partes a
la vez: por mar y por tierra.
Él, hijo de esta raza nacida de la
lluvia de oro: él, hombre igual a los mismos dioses. Fulgura en sus ojos la
sombría mirada del sangriento dragón.
Mas ¿qué mortal escapara a la
engañosa astucia del destino? ¿Quién tan ligero de pies que con fácil salto
salve sus redes? Muéstrase la calamidad, a lo primero, amiga de los hombres, y
de allí los lleva con halagos hasta aquellos lazos de los cuales a ningún
mortal le fue dado salir jamás. ¡Pensamiento que cubre mi corazón de un velo de
tristeza! ¡Ay, ejército de los persas! Atorméntame el temor de que alguna vez
se encuentre nuestro pueblo con que la gran ciudad de Susa quedó privada de sus
hijos.
Cual enjambre de abejas sale de
enmelado panal, así los de a pie y los de a caballo, todo el pueblo partió con
su rey, y pasó el marino promontorio común a entrambos continentes. Mas el
lecho conyugal está empapado en lágrimas que hace derramar el amor por el
ausente esposo. Las mujeres de Persia viven oprimidas de dolor agudísimo. Cada
cual quedó solitaria, sin su compañía.
Pero he ahí que viene a nosotros una
luz que brilla como la mirada de los dioses: es la madre del rey, nuestra
reina. Caigamos de rodillas, y saludémosla con las palabras de reverencia y
acatamiento que se deben a su magestad. (Sale Atossa)
¡Salve, altísima señora de los
persas, de rica y holgada vestidura; madre de Jerjes, esposa de Darío, salve!
Atossa
Con esa
inquietud dejo mi dorada estancia y el tálamo que compartí con Darío, y vengo a
vosotros. También a mí los pensamientos me atormentan el alma. Jamás me veo
libre de temores. Temo que la fortuna poderosa derribe con el pie, entre nubes
de polvo, la grandeza que levantó Darío, no sin ayuda del cielo.
Desde que mi hijo, con el deseo de
asolar la tierra de Jonia, dispuso su ejército y partió, mil sueños me asaltan.
Mas ninguno como el de anoche. Escucha. Pareciome que se presentaban delante de
mis ojos dos mujeres ricamente vestidas; venía la una en hábito persa; la otra,
en el de la Doria. A cada una de ellas la suerte le había dado una patria: a la
una, Grecia; a la otra, la tierra de los bárbaros. A lo que me pareció ver,
armose entre ellas cierta contienda. Sábelo mi hijo; las contiene; las calma;
unce a entrambas a su carro, y échales el yugo al cuello. La una, con aquellos
arneses se yergue y ensancha, y mantiene su boca dócil a la rienda; pero la
otra se revuelve y encabrita: destroza con sus manos todo el armazón del carro;
arroja las riendas; quiebra el yugo, y con poderosa fuerza arrastra tras sí los
despedazados despojos... Mi hijo cae. Acude a él Darío, doliéndose de su
desgracia, y así que Jerjes le ve, desgarra las vestiduras que cubren su
cuerpo.
Cosas son éstas en verdad, para que
nos aterre: a mí, el verlas; a vosotros, el oírlas.
Coro
Ni queremos,
¡oh madre!, que nuestras palabras te pongan inmoderado temor, ni tampoco que te
den inconsiderada confianza. Vuélvete a los dioses con súplicas. Si viste algo
adverso, pídeles que lo alejen de ti y que se cumpla lo favorable en ti y en tu
hijo, y en el imperio, y en los amigos todos. Haz luego libaciones a la tierra
y a los muertos, que así es debido.
Atossa
Tú eres el
primero que ha interpretado mis sueños y que con amor a mi hijo y a mi casa
determinas lo que se debe hacer. ¡Ojalá suceda todo cual lo deseamos! Entremos
en palacio y hagamos al punto cuanto mandas en honor de los dioses y de
aquellos de nuestros amigos que habitan en los senos infernales. Mas ¡oh
amigos!, yo quisiera saber de vosotros dónde dicen que está asentada Atenas.
Coro
Lejos de aquí,
a occidente; hacia donde se pone el sol nuestro señor.
Atossa
¿Y tanto desea
mi hijo tomar esa ciudad?
Coro
Tomada, la
Hélade entera quedaría sujeta al rey.
Atossa
De esa suerte,
¿abunda su ejército en soldados?
Coro
Y tales, que
ya causaron muchas pérdidas a los medos.
Atossa
¿Y qué otra
cosa más tienen? ¿Hay riquezas bastantes en sus casas?
Coro
Tienen una
fuerte riqueza; un tesoro que la tierra les regala.
Atossa
¿Por ventura
brillan en sus manos el arco y las flechas?
Coro
Jamás. Pelean
con lanza, de cerca y a pie firme, y cubiertos con el escudo.
Atossa
¿Quién es su
rey y el señor caudillo de su ejército?
Coro
No se dicen
esclavos ni súbditos de hombre ninguno.
Atossa
¿Y cómo podrán
resistir ellos la acometida de los invasores?
Coro
Como
destruyeron el grande y valeroso ejército de Darío.
Atossa
¡Terrible
desastre has traído a la memoria para avivar el cuidado de los padres de los
que partieron!
Coro
A lo que
parece pronto vas a saber toda la verdad, porque aquí llega un hombre, un
correo persa; bien se le conoce. Él traerá noticias ciertas que podamos oír, de
nuestra victoria o de nuestra derrota (Sale un mensajero).
Mensajero
¡Oh ciudades todas de Asia! ¡Oh tierra de Persia!
¡Oh ancho puerto de riqueza! ¡Cómo una gran prosperidad vino al suelo de un
solo golpe! ¡Cayó y pereció la flor de los persas! ¡Ay de mí, infeliz, que el
primer mal es tener que anunciar males! ¡Mas es fuerza que os descubra todo el
cuadro de nuestra desgracia! Persas: el ejército entero de los bárbaros ha
perecido.
Coro
¡Crueles
males, crueles! ¡Nuevas terribles! ¡Ay, llorad, persas que oís estas lástimas!
Mensajero
Sí; todas
aquellas grandezas perecieron. Yo mismo vuelvo a ver el sol de mi patria,
contra lo que esperaba.
Coro
¡Cuán larga ha
sido nuestra vida para ver por fin a la vejez este inesperado desastre!
Mensajero
Presente
estaba yo. No será de oídas, ¡oh persas!, como os haré la triste relación de
las desventuras que nos han sobrevenido.
Llenas están de cadáveres las costas
de Salamina y todos sus alrededores; ¡de los cadáveres de quienes tan
miserablemente perecieron!
Coro
¡Oh dolor!
¿Conque los cuerpos de nuestros hermanos, envueltos en las ondas, y sin vida,
son arrebatdos por la corriente entre los flotantes despojos de nuestras naves?
Mensajero
De nada
sirvieron las flechas. La armada entera pereció al choque poderoso de las naves
enemigas.
Coro
¡Infelices!
¡Qué grito de angustia y dolor lanzarían cuando los dioses, con total
perdición, lo acabaron todo! ¡Ay, armada
nuestra destruida!
Mensajero
¡Oh nombre de
Salamina, a mis oídos el más odioso de todos! ¡Oh Atenas, y qué de lágrimas me
hace derramar tu recuerdo!
Coro
¡Oh Atenas,
funesta para tus enemigos! Harto de recordar serán tantas persas como hoy
quedan sin esposos, sin padres, sin hijos; ¡y todo en vano!
Atossa
Afligida, atónita
con estos males, por largo espacio no he podido romper mi silencio. Tal es
nuestro infortunio, que supera mis fuerzas; ni acierto a articular palabra ni a
averiguar nuestras desventuras. Necesario es, no obstante, que los mortales
sobrellevemos las tribulaciones que los dioses nos envían. Recóbrate, y puesto
que te haga verter lágrimas habla y explícanos todo aquel desastre. ¿Quién
escapó de la muerte? ¿Tendremos que llorar que alguno de los caudillos que
empuñaban regio cetro, haya dejado huérfanos a los suyos?
Mensajero
Jerjes vive, y
ve la luz del día.
Atossa
Viva luz
anunciaste a mi casa; día claro después de oscurísima noche.
Mensajero
Pero muchos
otros quedaron muertos en las costas azotadas por las olas.
Atossa
¡Ay de mí!
¡Ay, que llegaron a mis oídos los mayores males que imaginarse pueden, la
afrenta de los persas, lo que ha de ser causa tristísima de lamentos
desgarradores! Pero vuelve a tu relato y dime: ¿tantas eran las naves de los
helenos que así se determinaron a entrar en batalla con la armada de los
persas?
Mensajero
Si en el
número de naves hubiese estado, ten por seguro que los bárbaros hubiésemos
llevado la mejor parte, porque todo lo que tenían los helenos eran trescientas
naves; pero Jerjes contaba con mil bajo su mando.
Sin duda no le plugo a algún dios
mantener su balanza en el fiel; cargó sus platillos con desigual fortuna, y de
este modo nuestra armada quedó destruida. Los dioses protegen la ciudad de la
diosa Palas.
Atossa
Pues cómo,
¿aún permanece en pie la ciudad de Atenas?
Mensajero
Es
inexpugnable muralla el pecho de los que se defienden como hombres.
Atossa
Mas dime: ¿de
qué manera se empeñó la batalla? ¿Quiénes fueron los primeros en acometer?
¿Acaso los helenos, o fue mi hijo, ensoberbecido con la multitud de sus naves?
Mensajero
¡Oh reina,
algún dios vengador, algún mal genio venido de no sé dónde fue, a no dudar, el
principio de toda nuestra desgracia! Un heleno de la armada de Atenas vino
diciendo a tu hijo Jerjes cómo así que cerracen las negras sombras de la noche,
los helenos no permanecerían en sus puestos, sino que saltando presurosos a los
bancos de las naves, cada cual por su lado intentaría salvar la vida con
callada y secreta fuga.
Él que lo oyó, no recelando engaño
en el heleno ni malquerencia en los dioses, luego al punto ordena a todos los
capitanes de nave que tan pronto como el sol deje de enviar sus rayos sobre la
tierra y la oscuridad se enseñoree del dilatado templo del éter, que dispongan
las más de sus numerosas naves en tres órdenes, para guardar los pasos y rutas
de aquellos mares, y otras formadas en círculo todo alrededor de la isla de
Áyax.
Ignoraba lo que había de venirle de
parte de los dioses. La armada sin desorden y con obediente disciplina, se
prepara. Luego que se puso el sol y vino la noche, remeros y soldados, todos en
sus naves, ocupan sus puestos.
Mas apenas el luciente día,
conducido por sus blancos caballos, entró señoréandose de toda la tierra,
cuando de la parte de los helenos levantose grande y regocijado clamor a modo
de músico canto. Entró el pavor en los bárbaros, engañados en sus juicios: que
no cantaban entonces los helenos aquel sagrado peán como para huir, sino
arrojándose a la pelea con animoso aliento.
Pronto una nave clava su broncíneo
espolón en una nave nuestra; era una nave helena que había comenzado el
abordaje, y que hizo pedazos todo el aparejo de un bajel fenicio. Lánzase la
una escuadra contra la otra. A lo primero, el torrente de naves de Persia
resiste la arremetida, mas así que aquella multitud de barcos se vio apretada
en una angostura donde no se podían valer los unos a los otros, ellos mismos se
herían con sus espolones de cobre y quebraban andanas enteras de remos. Las
naves helenas, no sin buena dirección, acometieron entonces en redondo y
comenzaron a herir por todas partes; nuestros bajeles volvieron las quillas y
ya no se veía el mar, lleno todo él como estaba de navales despojos y de
cuerpos ensangrentados.
Cada barco de cuantos habían
perteneceido a la poderosa armada bárbara, vira de popa y pónese en desordenada
fuga, y los vencedores, como a redada de atunes o de otros cualesquiera peces,
con pedazos de remos y restos de tablas nos hieren y destrozan. El ancho mar se
llena por todas partes de lamentos y gemidos, hasta que por fin asoma la noche
su negra faz y nos arranca de manos de los helenos.
Los cielos dieron a la armada helena
la gloria del combate, y aquel mismo día, cubiertos con sus broncíneas
armaduras, saltan de sus naves los vencedores, rodean la isla, y los persas no
saben ya hacia dónde volverse.
Échanse todos de golpe sobre los
persas y cortan y degüellan y hacen cuartos a los infelices, hasta que no quedó
con vida ni uno solo. Jerjes, que vio aquel océano de desastres, lanzó un ¡ay!
lastimero. Porque tenía su trono en una elevada colina cerca del mar, desde la
cual atalayaba todo el campo. Rasga sus vestiduras; rompe en agudos gemidos;
manda que al punto marche en retirada el ejército de tierra, y él mismo se pone
en desordenada fuga.
Atossa
¡Oh fortuna
cruel, y cómo burlaste los pensamientos de los persas! ¡Amarga venganza tomó mi
hijo de la famosa Atenas! No fueron bastantes los bárbaros que en otro tiempo
perecieron en Maratón, sino que imaginándose tomar el desquite, había de traer
mi hijo sobre sí tanta infinidad de daños! Pero, dime tú: ¿quiénes han escapado
de la pérdida de la armada? ¿Dónde los dejaste? ¿No pudieras decirme algo
cierto de ellos?
Mensajero
Los capitanes
de los bajeles que aún quedaban diéronse a huir siguiendo el viento,
desordenados y en tumulto. En cuanto al ejército de tierra que se había
salvado, parte perecieron en Beocia ahogados de sed junto a las mismas
codiciadas y reparadoras fuentes.
Ésta es la verdad de lo sucedido;
mas he pasado por alto en mi relación muchos de los males con que el cielo
afligió a los persas.
Atossa
¡Ay,
desdichada de mí, que ha sido aniquilado el ejército! ¡Oh clara visión de mis
sueños, y con qué verdad me revelabas estos males! Bien conozco que esto es ya
sucedido y sin remedio, mas oremos porque en lo venidero acontezca algo que sea
más favorable. A vosotros toca ahora aconsejar a los amigos según pide una
amistad verdadera. Consoldad a mi hijo, si llegare aquí antes que yo;
acompañadle a casa, no sea que por ventura añada él un nuevo mal a los males ya
sufridos (Vase).
Coro
¡Oh Zeus
soberano! ¡Hoy destruiste aquel soberbio y numeroso ejército de los persas, y
cubriste de negro luto las ciudades de Susa y Agbatana! ¡Qué de madres
comparten su dolor, y rasgan sus velos con sus débiles manos, y bañan su pecho
con torrentes de lágrimas!
Asia entera gime hoy al verse sin
sus hijos. Jerjes los llevó, ¡oh dolor!, ¡oh dolor! Jerjes los perdió, Jerjes
lo entregó todo imprudentemente a las naves que caminan merced de las olas.
(Regresa Atossa)
Atossa
Amigos, el que
ha pasado por males sabe bien que cuando viene sobre el hombre la tormenta del
infortunio, de todo se aterra.
Vengo a traerle al padre de mi hijo
las ofrendas propiciatorias que aplacan los manes de los muertos: la blanca y
sabrosa leche de una ternera que nunca sufrió el yugo; la transparente miel,
dulce humor que hurta a las flores la abeja laboriosa; las limpias aguas de una
cristalina fuente con el puro licor que se engendra en el agrio seno del pesado
racimo, gloria de la vid añosa, sin que falte el odorífero fruto del oscuro
olivo cuyas ramas ostentan el verdor perenne de una perpetua vida, ni
entretejidas flores, hijas de la omnifecunda tierra. Conque, ¡oh amigos!,
acompañad con himnos mis ofrendas a los muertos; evocad al divino Darío; que yo
voy a derramar en honor de los dioses infernales estas libaciones que la tierra
beberá bien pronto.
Coro
¡Oh reina!,
honor de los persas: haz tú llegar esas libaciones a las oscuras moradas
subterráneas, que nosotros pediremos con himnos que nos sean propicios los
dioses que acompañan a los muertos hasta el seno de la tierra. Ea, pues,
sagradas deidades infernales; Tierra, Hermes, y tú, rey de los infiernos,
restituid el ánimo de Darío, de las tinieblas de esa mansión, a la luz del día;
que si es que aún hay remedio para nuestros infortunios, tan sólo él entre los
mortales será quien lo sepa y pueda decirnos cuándo tendrá fin.
Ven padre; ven, generoso Darío.
Aparécete a nosotros, señor de señores, porque oigas nuestros presentes e
inauditos infortunios. Las tinieblas de la Estigia se ciernen sobre nuestras
cabezas y nos envuelven: nuestra juventud pereció toda entera. ¡Ven, padre;
ven, generoso Darío! ¡Oh, tú, cuya muerte fue tan llorada de los que te amaban!
¡Oh señor, señor! ¿Cómo por dos veces pudo caer tu imperio, todo este vasto
imperio que fue tuyo, en yerro tan desdichado? ¿Cómo se perdieron aquellas
trirremes, aquellas nuestras naves, que ya no son sino despojos de naves,
tristes y miserables despojos? (Aparécese la sombra de Darío)
La sombra de Darío
¡Oh fieles
entre los fieles, y compañeros de mi juventud; ancianos persas! ¿Qué
tribulación aflige a nuestra ciudad? El suelo gime y se estremece herido y
golpeado. Junto a mi tumba estoy viendo a la que fue mi dulce compañera, cuyas
libaciones acabo de recibir propicio, y al verla, profunda turbación se apodera
de mi alma; vosotros también estáis ahí en pie enfrente de este monumento, y
plañís y me evocáis con altas y lastimeras voces y gemidos, y hacéis que deje
mi ánima las sombras sempiternas. Salida es ésta nada fácil, sobre todo porque
los dioses infernales son mejores para apoderarse de sus súbditos que no para
soltarlos. Sin embargo, al fin logré hacerme dueño de su voluntad, y heme aquí
entre vosotros. Mas apresuraos, no sea que se me acuse de tardanza. ¿Qué nuevo
desastre pesa hoy sobre los persas?
Coro
Turbado por el
antiguo respeto, ni oso mirarte cara a cara, ni oso hablar en tu presencia.
La sombra de Darío
Pues que
acudiendo a tus ayes vengo del profundo, nada de prolijas razones; dímelo todo
brevemente y acaba. Depón esa reverencia que me tienes.
Coro
Temo
satisfacerte; temo hablarte para haber de contar cosas tan amargas de decir a
amigos.
La sombra de Darío
Ya que el
antiguo respeto se te peresenta en tu ánimo, y te embarga, pero tú (A Atossa),
que un día fuiste la compañera de mi lecho, noble esposa, da tregua al llanto y
a los gemidos y dime: ¿qué sucede? Habla sin rebozo.
Atossa
¡Oh tú, cuya
venturosa fortuna superó la prosperidad de todos los hombres, pues mientras
viste la luz del sol pasaste los serenos años de tu vida en felicidad
enviadiable, siendo como un dios para los persas! Ahora también te digo
dichoso, que moriste antes de ver el abismo de nuestros infortunios. Oye en
breves razones todo lo sucedido. Para decirlo con una sola palabra: pereció el
poderío de los persas.
La sombra de Darío
¿Y de qué
modo? ¿Ha sido el azote de la peste? ¿Ha sido la discordia, quien ha destruido
el reino?
Atossa
Nada menos que
eso, sino que todo nuestro ejército quedó exterminado cerca de Atenas.
La sombra de Darío
¿Y cuál de mis
hijos fue el que llevó allí sus armas?, dime.
Atossa
El impetuoso
Jerjes, que despobló todas las dilatadas llanuras del continente de Asia.
La sombra de Darío
¿Y cómo se
aventuró el desdichado en ese necio intento: por tierra o por mar?
Atossa
Por mar y por
tierra. Dos ejércitos formaban la expedición; dos frentes presentaban al
enemigo.
La sombra de Darío
Pero ¿de qué
manera la gente de a pie pudo llevar a cabo la travesía de piélago tan dilatado
y profundo?
Atossa
Uniendo Jerjes
con cierto artificio entrambas orillas del estrecho del Bósforo, a fin de tener
un paso para el ejército.
La sombra de Darío
¡Y tal puso
por obra para cerrar el ancho Bósforo!
Atossa
Así fue. Algún
dios sin duda le ayudó en esta resolución.
La sombra de Darío
¡Ah!, algún
dios enemigo y poderoso vino a trastornar su mente.
Atossa
A la vista
está el desastroso fin que todo ello tuvo, y qué de males nos ha traído.
La sombra de Darío
Mas acaba:
¿qué desastre les ha sucedido para que así los lloréis?
Atossa
Rota y
deshecha la armada, acarreó la perdición del ejército de tierra.
La sombra de Darío
¿De ese modo, pues, todo nuestro pueblo ha sido
completamente exterminado por el hierro enemigo?
Atossa
Sí, como que
hoy llora desierta la ciudad de Susa la pérdida de todos sus defensores.
La sombra de Darío
¡Oh, infeliz,
y qué vigorosos y valientes auxiliares ha perdido!
Atossa
Dicen que tan
sólo Jerjes, abandonado de todas sus tropas y con no muchos de los suyos...
La sombra de Darío
Llegó al fin a
ponerse a salvo? ¿Cómo? ¿Adónde? ¿Se ha salvado?
Atossa
Dándose por
muy contento, llegó al puente que unía a entrambas regiones.
La sombra de Darío
¿Y dicen si
está ya a salvo en nuestra tierra? ¿Y es esto verdad?
Atossa
Sí, cierto. Es
voz enteramente confirmada, y sobre la cual no hay discrepancia alguna.
La sombra de Darío
¡Ay! ¡Cuán
pronto vino el cumplimiento de los oráculos! En mi hijo ha hecho Zeus que se
ejecuten los divinos anuncios. Imaginábame yo que los dioses habían de tardar
largo tiempo en llevarlos a cabo; pero cuando el hombre corre desatentado a su
destino, hasta el cielo se junta con él y le ayuda a despeñarse. Ya brotó para
los nuestros la fuente de todos sus infortunios, y mi hijo ha sido quien la ha
hecho brotar con su inconsiderada y juvenil audacia.
¿Cómo pudo ser, para hacer tal, que
la demencia no se hubiese apoderado de mi hijo?
Atossa
Tal fue la
enseñanza que sacó el arrebatado Jerjes de comunicar con hombres funestos.
Decíanle que tú habías ganado con tu lanza grandes riquezas para tus hijos,
mientras que él, con flojedad de ánimo, reducíase a jugar de lanza en su
palacio, sin aumentar nada la herencia de su padre. De continuo estaba oyendo
oprobios como éstos de boca de aquellos malvados, y al fin determinó mover su
ejército y llevarle contra la Hélade.
La sombra de Darío
¡Grandísima
hazaña en verdad la de ellos y por siempre memorable! ¡Calamidad que ha
desolado a la ciudad de Susa, como ninguna de cuantas cayeron sobre ella desde
que Zeus todo-poderoso quiso conceder a un solo hombre el honor de imperar
sobre toda la rica Asia, empuñando el cetro real!
Coro
Y, en fin,
¿qué determinas? ¡Oh Darío: oh señor! Después de lo que ha sucedido, ¿cómo
haremos aún para que el pueblo persa vuelva a su antigua gloria?
La sombra de Darío
Jamás llevéis
vuestras armas contra los helenos, así fuesen más poderosas que el ejército de
Jerjes, porque hasta la tierra misma pelea por ellos.
Coro
¿Cómo has
dicho? ¿Qué pelea por ellos...? ¿De qué suerte?
La sombra de Darío
Matando de
hambre a los ejércitos más grandes y poderosos.
Yo vuelvo a las tinieblas
habitadoras del profundo. Y vosotros, ancianos, salud, y aun en los males
mismos, dad el alma a la alegría, mientras el día luzca para vosotros; que las
riquezas de nada aprovechan a los muertos. (Húndese la sombra de Darío)
Coro
Lleno de dolor
he oído los muchos desastres que hoy aflijen a los bárbaros y los que han de
sobrevenir aún.
Atossa
¡Oh Fortuna, y
cuántos dolores me asaltan, y qué crueles! Y lo que me hiere más es oir la
fealdad e ignominia con que viene mi hijo, hechas harapos sus magníficas
vestiduras. Corro a mi estancia: tomaré cuanto sea menester para su remedio y
regalo, y me daré prisa a salirle al encuentro. No abandonemos en la desgracia
lo que más amamos en el mundo. (Vase)
Coro
¡Oh dolor!
¡Qué poderosa y feliz y bien gobernada vivía nuestra república cuando imperaba
aquel anciano generoso que a todo acudía, el invencible Darío, aquel rey sin
igual en grandeza a los mismos dioses!
Entonces brillábamos por la gloria de nuestras armas y las leyes gobernaban
nuestras bien defendidas ciudades, y de retorno de nuestras guerreras empresas
veníamos otra vez sanos y salvos, y trayendo la victoria a nuestros hogares.
Pero ahora trocaron los dioses la
suerte de las armas. Obra de ellos es sin duda este desastre que hemos sufrido,
quedando rotos y deshechos en una batalla naval. (Sale Jerjes solo, con los
vestidos desgarrados y en desorden. Trae el carcaj, sin flechas)
Jerjes
¡Ay, infeliz
de mí! ¡Y qué triste suerte alcancé, como nunca podía esperarla! ¡Con qué
crueldad se ha ensañado la fortuna en la nación persa! ¿Qué haré? ¡Miserable!
Mi cuerpo desfallece; me faltan las fuerzas al contemplar a estos ancianos. ¡Oh
Zeus! ¡Ojalá que con aquellos esforzados varones que perecieron, a mí también me
hubieses sepultado en las sombras fatales de la muerte!
Coro
¡Ay, oh rey!
¡Ay de nuestro valeroso ejército. La patria llora a aquella juventud que nació
en su suelo, y a la cual Jerjes ha llevado a la muerte, llenando con ella las
profundas mansiones del Ades. ¡Qué multitud de guerreros, la flor de esta
tierra, los de temible arco, han descendido a aquel imperio tenebroso! Toda una
generación entera de miles de miles de hombres que ha perecido. ¡Ay, ejército
insigne! ¡Cayó miserablemente la nación reina de Asia!
Jerjes
¡Héme aquí; yo
soy el miserable, el digno de ser lamentado por toda mi raza; yo, que nací para
ruina de la tierra de mis padres!
Coro
Y éstas serán
las aclamaciones con que salude y celebre tu vuelta; tristes voces, doloridos
lamentos, el lacrimoso y funerario cántico.
Jerjes
¡Dejad salir
las lágrimas, los ayes y los gemidos, porque ya estáis viendo cómo se ha mudado
la fortuna, y cómo se ha vuelto contra mí!
Coro
Sí; yo dejaré
que salgan mis quejas y mis ayes; yo rendiré tributo de duelo y de plañidos a
las desgracias de nuestro pueblo; a esa tremenda calamidad que ha sepultado en
las ondas a toda una generación que ahora está llorando la patria. Yo clamaré
una vez y otra con doloridas y lacrimosas voces.
Jerjes
Golpe es el
que nos ha herido cual los que la fortuna suele dar en la vida.
¿Ves lo que me resta de todos mis
arreos y pompa militar?
Coro
¡Lo veo, lo
veo!
Jerjes
Este carcaj...
Coro
¿Qué es lo que
dices que has salvado?
Jerjes
Este carcaj
donde guardo mis flechas.
Coro
¡Miserable
resto de tesoros tan ricos!
Jerjes
Hemos perdido
todos nuestros defensores.
Coro
¡No huye del
combate el pueblo jonio!
Jerjes
Es un
valerosísimo pueblo. ¡No me esperaba yo la derrota que he presenciado.
Vedme sin ninguno de los que me
escoltaban.
Coro
¡Oh desdichas,
desdichas!
Jerjes
Mésate la
blanca barba.
Coro
¡Con toda mi
fuerza, con toda mi fuerza! ¡Oh miserabilísima desventura!
Jerjes
Lanza agudos
ayes.
Coro
Así haré.
Jerjes
Báñense en
lágrimas tus ojos.
Coro
¡Sí que me
deshago en lágrimas!
Jerjes
Responde a mis
clamores con tus clamores.
Vuelve a tus hogares llorando
nuestra ruina.
Coro
¡Oh patria mía
de Persia; lanza un ay de dolor!
Jerjes
Sí; resuene en
toda la ciudad.
Coro
¡Oh patria mía
de Persia; lanza un ay de dolor!
Jerjes
¡Ay, trirremes
mías! ¡Ay armada mía destrozada!
Coro
Yo te seguiré
con doloridos ayes.
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