lunes, 2 de noviembre de 2015

Esquilo. Los persas

Los persas

Esquilo

PERSONAJES
Coro de ancianos
Atossa
Un mensajero
La sombra de Darío
Jerjes


La escena, en Susa, delante del palacio real de Persia y la tumba de Darío


(Aparece el coro de ancianos)

Hénos aquí a los que somos llamados los fieles, entre aquellos persas que marcharon contra la Hélade; a los custodios de estos espléndidos y dorados palacios, a  quienes por la dignidad de las canas nos eligió el hijo de Darío, el mismo rey Jerjes nuestro señor, para que velásemos por su reino.
            Agitado ya el corazón salta en el pecho presagiando males sobre la vuelta del rey y de aquel su ejército que salió de aquí con dorada y magnífica pompa.
            Desampararon sus ciudades y partieron los de Susa y los de Agbatana, unos a caballo; otros en naves; y el resto, con lento caminar, a pie y en apretadas haces formando el grueso del ejército. Tales corrieron a la guerra.
            Babilonia la espléndida envía a modo de un río de innumerables hombres todos mezclados y de gente de mar, orgullosa de la fina puntería de sus flechas. Y, en fin, los pueblos todos de Asia, armados de sus mortales dagas, siguen luego bajo la venerada conducta de su rey. De esta suerte ha partido la flor de los hijos de Persia, y esta tierra de Asia, que los crió, llóralos con amor ardentísimo, y las madres y las esposas cuentan temblando los largos días de un tiempo que no se acaba jamás.

            Y el señor de la populosa Asia lanza con furia sobre el continente su prodigioso rebaño de pueblos por dos partes a la vez: por mar y por tierra.

            Él, hijo de esta raza nacida de la lluvia de oro: él, hombre igual a los mismos dioses. Fulgura en sus ojos la sombría mirada del sangriento dragón.

            Mas ¿qué mortal escapara a la engañosa astucia del destino? ¿Quién tan ligero de pies que con fácil salto salve sus redes? Muéstrase la calamidad, a lo primero, amiga de los hombres, y de allí los lleva con halagos hasta aquellos lazos de los cuales a ningún mortal le fue dado salir jamás. ¡Pensamiento que cubre mi corazón de un velo de tristeza! ¡Ay, ejército de los persas! Atorméntame el temor de que alguna vez se encuentre nuestro pueblo con que la gran ciudad de Susa quedó privada de sus hijos.

            Cual enjambre de abejas sale de enmelado panal, así los de a pie y los de a caballo, todo el pueblo partió con su rey, y pasó el marino promontorio común a entrambos continentes. Mas el lecho conyugal está empapado en lágrimas que hace derramar el amor por el ausente esposo. Las mujeres de Persia viven oprimidas de dolor agudísimo. Cada cual quedó solitaria, sin su compañía.

            Pero he ahí que viene a nosotros una luz que brilla como la mirada de los dioses: es la madre del rey, nuestra reina. Caigamos de rodillas, y saludémosla con las palabras de reverencia y acatamiento que se deben a su magestad. (Sale Atossa)
            ¡Salve, altísima señora de los persas, de rica y holgada vestidura; madre de Jerjes, esposa de Darío, salve!

Atossa
Con esa inquietud dejo mi dorada estancia y el tálamo que compartí con Darío, y vengo a vosotros. También a mí los pensamientos me atormentan el alma. Jamás me veo libre de temores. Temo que la fortuna poderosa derribe con el pie, entre nubes de polvo, la grandeza que levantó Darío, no sin ayuda del cielo.
            Desde que mi hijo, con el deseo de asolar la tierra de Jonia, dispuso su ejército y partió, mil sueños me asaltan. Mas ninguno como el de anoche. Escucha. Pareciome que se presentaban delante de mis ojos dos mujeres ricamente vestidas; venía la una en hábito persa; la otra, en el de la Doria. A cada una de ellas la suerte le había dado una patria: a la una, Grecia; a la otra, la tierra de los bárbaros. A lo que me pareció ver, armose entre ellas cierta contienda. Sábelo mi hijo; las contiene; las calma; unce a entrambas a su carro, y échales el yugo al cuello. La una, con aquellos arneses se yergue y ensancha, y mantiene su boca dócil a la rienda; pero la otra se revuelve y encabrita: destroza con sus manos todo el armazón del carro; arroja las riendas; quiebra el yugo, y con poderosa fuerza arrastra tras sí los despedazados despojos... Mi hijo cae. Acude a él Darío, doliéndose de su desgracia, y así que Jerjes le ve, desgarra las vestiduras que cubren su cuerpo.
            Cosas son éstas en verdad, para que nos aterre: a mí, el verlas; a vosotros, el oírlas.

Coro
Ni queremos, ¡oh madre!, que nuestras palabras te pongan inmoderado temor, ni tampoco que te den inconsiderada confianza. Vuélvete a los dioses con súplicas. Si viste algo adverso, pídeles que lo alejen de ti y que se cumpla lo favorable en ti y en tu hijo, y en el imperio, y en los amigos todos. Haz luego libaciones a la tierra y a los muertos, que así es debido.

Atossa
Tú eres el primero que ha interpretado mis sueños y que con amor a mi hijo y a mi casa determinas lo que se debe hacer. ¡Ojalá suceda todo cual lo deseamos! Entremos en palacio y hagamos al punto cuanto mandas en honor de los dioses y de aquellos de nuestros amigos que habitan en los senos infernales. Mas ¡oh amigos!, yo quisiera saber de vosotros dónde dicen que está asentada Atenas.

Coro
Lejos de aquí, a occidente; hacia donde se pone el sol nuestro señor.

Atossa
¿Y tanto desea mi hijo tomar esa ciudad?

Coro
Tomada, la Hélade entera quedaría sujeta al rey.

Atossa
De esa suerte, ¿abunda su ejército en soldados?

Coro
Y tales, que ya causaron muchas pérdidas a los medos.
Atossa
¿Y qué otra cosa más tienen? ¿Hay riquezas bastantes en sus casas?

Coro
Tienen una fuerte riqueza; un tesoro que la tierra les regala.

Atossa
¿Por ventura brillan en sus manos el arco y las flechas?

Coro
Jamás. Pelean con lanza, de cerca y a pie firme, y cubiertos con el escudo.

Atossa
¿Quién es su rey y el señor caudillo de su ejército?

Coro
No se dicen esclavos ni súbditos de hombre ninguno.

Atossa
¿Y cómo podrán resistir ellos la acometida de los invasores?

Coro
Como destruyeron el grande y valeroso ejército de Darío.

Atossa
¡Terrible desastre has traído a la memoria para avivar el cuidado de los padres de los que partieron!

Coro
A lo que parece pronto vas a saber toda la verdad, porque aquí llega un hombre, un correo persa; bien se le conoce. Él traerá noticias ciertas que podamos oír, de nuestra victoria o de nuestra derrota (Sale un mensajero).

Mensajero
¡Oh  ciudades todas de Asia! ¡Oh tierra de Persia! ¡Oh ancho puerto de riqueza! ¡Cómo una gran prosperidad vino al suelo de un solo golpe! ¡Cayó y pereció la flor de los persas! ¡Ay de mí, infeliz, que el primer mal es tener que anunciar males! ¡Mas es fuerza que os descubra todo el cuadro de nuestra desgracia! Persas: el ejército entero de los bárbaros ha perecido.

Coro
¡Crueles males, crueles! ¡Nuevas terribles! ¡Ay, llorad, persas que oís estas lástimas!

Mensajero
Sí; todas aquellas grandezas perecieron. Yo mismo vuelvo a ver el sol de mi patria, contra lo que esperaba.

Coro
¡Cuán larga ha sido nuestra vida para ver por fin a la vejez este inesperado desastre!

Mensajero
Presente estaba yo. No será de oídas, ¡oh persas!, como os haré la triste relación de las desventuras que nos han sobrevenido.
            Llenas están de cadáveres las costas de Salamina y todos sus alrededores; ¡de los cadáveres de quienes tan miserablemente perecieron!

Coro
¡Oh dolor! ¿Conque los cuerpos de nuestros hermanos, envueltos en las ondas, y sin vida, son arrebatdos por la corriente entre los flotantes despojos de nuestras naves?

Mensajero
De nada sirvieron las flechas. La armada entera pereció al choque poderoso de las naves enemigas.

Coro
¡Infelices! ¡Qué grito de angustia y dolor lanzarían cuando los dioses, con total perdición, lo acabaron todo!  ¡Ay, armada nuestra destruida!

Mensajero
¡Oh nombre de Salamina, a mis oídos el más odioso de todos! ¡Oh Atenas, y qué de lágrimas me hace derramar tu recuerdo!

Coro
¡Oh Atenas, funesta para tus enemigos! Harto de recordar serán tantas persas como hoy quedan sin esposos, sin padres, sin hijos; ¡y todo en vano!

Atossa
Afligida, atónita con estos males, por largo espacio no he podido romper mi silencio. Tal es nuestro infortunio, que supera mis fuerzas; ni acierto a articular palabra ni a averiguar nuestras desventuras. Necesario es, no obstante, que los mortales sobrellevemos las tribulaciones que los dioses nos envían. Recóbrate, y puesto que te haga verter lágrimas habla y explícanos todo aquel desastre. ¿Quién escapó de la muerte? ¿Tendremos que llorar que alguno de los caudillos que empuñaban regio cetro, haya dejado huérfanos a los suyos?

Mensajero
Jerjes vive, y ve la luz del día.

Atossa
Viva luz anunciaste a mi casa; día claro después de oscurísima noche.

Mensajero
Pero muchos otros quedaron muertos en las costas azotadas por las olas.

Atossa
¡Ay de mí! ¡Ay, que llegaron a mis oídos los mayores males que imaginarse pueden, la afrenta de los persas, lo que ha de ser causa tristísima de lamentos desgarradores! Pero vuelve a tu relato y dime: ¿tantas eran las naves de los helenos que así se determinaron a entrar en batalla con la armada de los persas?

Mensajero
Si en el número de naves hubiese estado, ten por seguro que los bárbaros hubiésemos llevado la mejor parte, porque todo lo que tenían los helenos eran trescientas naves; pero Jerjes contaba con mil bajo su mando.
            Sin duda no le plugo a algún dios mantener su balanza en el fiel; cargó sus platillos con desigual fortuna, y de este modo nuestra armada quedó destruida. Los dioses protegen la ciudad de la diosa Palas.

Atossa
Pues cómo, ¿aún permanece en pie la ciudad de Atenas?

Mensajero
Es inexpugnable muralla el pecho de los que se defienden como hombres.

Atossa
Mas dime: ¿de qué manera se empeñó la batalla? ¿Quiénes fueron los primeros en acometer? ¿Acaso los helenos, o fue mi hijo, ensoberbecido con la multitud de sus naves?

Mensajero
¡Oh reina, algún dios vengador, algún mal genio venido de no sé dónde fue, a no dudar, el principio de toda nuestra desgracia! Un heleno de la armada de Atenas vino diciendo a tu hijo Jerjes cómo así que cerracen las negras sombras de la noche, los helenos no permanecerían en sus puestos, sino que saltando presurosos a los bancos de las naves, cada cual por su lado intentaría salvar la vida con callada y secreta fuga.
            Él que lo oyó, no recelando engaño en el heleno ni malquerencia en los dioses, luego al punto ordena a todos los capitanes de nave que tan pronto como el sol deje de enviar sus rayos sobre la tierra y la oscuridad se enseñoree del dilatado templo del éter, que dispongan las más de sus numerosas naves en tres órdenes, para guardar los pasos y rutas de aquellos mares, y otras formadas en círculo todo alrededor de la isla de Áyax.
            Ignoraba lo que había de venirle de parte de los dioses. La armada sin desorden y con obediente disciplina, se prepara. Luego que se puso el sol y vino la noche, remeros y soldados, todos en sus naves, ocupan sus puestos.
            Mas apenas el luciente día, conducido por sus blancos caballos, entró señoréandose de toda la tierra, cuando de la parte de los helenos levantose grande y regocijado clamor a modo de músico canto. Entró el pavor en los bárbaros, engañados en sus juicios: que no cantaban entonces los helenos aquel sagrado peán como para huir, sino arrojándose a la pelea con animoso aliento.
            Pronto una nave clava su broncíneo espolón en una nave nuestra; era una nave helena que había comenzado el abordaje, y que hizo pedazos todo el aparejo de un bajel fenicio. Lánzase la una escuadra contra la otra. A lo primero, el torrente de naves de Persia resiste la arremetida, mas así que aquella multitud de barcos se vio apretada en una angostura donde no se podían valer los unos a los otros, ellos mismos se herían con sus espolones de cobre y quebraban andanas enteras de remos. Las naves helenas, no sin buena dirección, acometieron entonces en redondo y comenzaron a herir por todas partes; nuestros bajeles volvieron las quillas y ya no se veía el mar, lleno todo él como estaba de navales despojos y de cuerpos ensangrentados.
            Cada barco de cuantos habían perteneceido a la poderosa armada bárbara, vira de popa y pónese en desordenada fuga, y los vencedores, como a redada de atunes o de otros cualesquiera peces, con pedazos de remos y restos de tablas nos hieren y destrozan. El ancho mar se llena por todas partes de lamentos y gemidos, hasta que por fin asoma la noche su negra faz y nos arranca de manos de los helenos.
            Los cielos dieron a la armada helena la gloria del combate, y aquel mismo día, cubiertos con sus broncíneas armaduras, saltan de sus naves los vencedores, rodean la isla, y los persas no saben ya hacia dónde volverse.
            Échanse todos de golpe sobre los persas y cortan y degüellan y hacen cuartos a los infelices, hasta que no quedó con vida ni uno solo. Jerjes, que vio aquel océano de desastres, lanzó un ¡ay! lastimero. Porque tenía su trono en una elevada colina cerca del mar, desde la cual atalayaba todo el campo. Rasga sus vestiduras; rompe en agudos gemidos; manda que al punto marche en retirada el ejército de tierra, y él mismo se pone en desordenada fuga.

Atossa
¡Oh fortuna cruel, y cómo burlaste los pensamientos de los persas! ¡Amarga venganza tomó mi hijo de la famosa Atenas! No fueron bastantes los bárbaros que en otro tiempo perecieron en Maratón, sino que imaginándose tomar el desquite, había de traer mi hijo sobre sí tanta infinidad de daños! Pero, dime tú: ¿quiénes han escapado de la pérdida de la armada? ¿Dónde los dejaste? ¿No pudieras decirme algo cierto de ellos?

Mensajero
Los capitanes de los bajeles que aún quedaban diéronse a huir siguiendo el viento, desordenados y en tumulto. En cuanto al ejército de tierra que se había salvado, parte perecieron en Beocia ahogados de sed junto a las mismas codiciadas y reparadoras fuentes.
            Ésta es la verdad de lo sucedido; mas he pasado por alto en mi relación muchos de los males con que el cielo afligió a los persas.

Atossa
¡Ay, desdichada de mí, que ha sido aniquilado el ejército! ¡Oh clara visión de mis sueños, y con qué verdad me revelabas estos males! Bien conozco que esto es ya sucedido y sin remedio, mas oremos porque en lo venidero acontezca algo que sea más favorable. A vosotros toca ahora aconsejar a los amigos según pide una amistad verdadera. Consoldad a mi hijo, si llegare aquí antes que yo; acompañadle a casa, no sea que por ventura añada él un nuevo mal a los males ya sufridos (Vase).

Coro
¡Oh Zeus soberano! ¡Hoy destruiste aquel soberbio y numeroso ejército de los persas, y cubriste de negro luto las ciudades de Susa y Agbatana! ¡Qué de madres comparten su dolor, y rasgan sus velos con sus débiles manos, y bañan su pecho con torrentes de lágrimas!
            Asia entera gime hoy al verse sin sus hijos. Jerjes los llevó, ¡oh dolor!, ¡oh dolor! Jerjes los perdió, Jerjes lo entregó todo imprudentemente a las naves que caminan merced de las olas. (Regresa Atossa)

Atossa
Amigos, el que ha pasado por males sabe bien que cuando viene sobre el hombre la tormenta del infortunio, de todo se aterra.
            Vengo a traerle al padre de mi hijo las ofrendas propiciatorias que aplacan los manes de los muertos: la blanca y sabrosa leche de una ternera que nunca sufrió el yugo; la transparente miel, dulce humor que hurta a las flores la abeja laboriosa; las limpias aguas de una cristalina fuente con el puro licor que se engendra en el agrio seno del pesado racimo, gloria de la vid añosa, sin que falte el odorífero fruto del oscuro olivo cuyas ramas ostentan el verdor perenne de una perpetua vida, ni entretejidas flores, hijas de la omnifecunda tierra. Conque, ¡oh amigos!, acompañad con himnos mis ofrendas a los muertos; evocad al divino Darío; que yo voy a derramar en honor de los dioses infernales estas libaciones que la tierra beberá bien pronto.

Coro
¡Oh reina!, honor de los persas: haz tú llegar esas libaciones a las oscuras moradas subterráneas, que nosotros pediremos con himnos que nos sean propicios los dioses que acompañan a los muertos hasta el seno de la tierra. Ea, pues, sagradas deidades infernales; Tierra, Hermes, y tú, rey de los infiernos, restituid el ánimo de Darío, de las tinieblas de esa mansión, a la luz del día; que si es que aún hay remedio para nuestros infortunios, tan sólo él entre los mortales será quien lo sepa y pueda decirnos cuándo tendrá fin.
            Ven padre; ven, generoso Darío. Aparécete a nosotros, señor de señores, porque oigas nuestros presentes e inauditos infortunios. Las tinieblas de la Estigia se ciernen sobre nuestras cabezas y nos envuelven: nuestra juventud pereció toda entera. ¡Ven, padre; ven, generoso Darío! ¡Oh, tú, cuya muerte fue tan llorada de los que te amaban! ¡Oh señor, señor! ¿Cómo por dos veces pudo caer tu imperio, todo este vasto imperio que fue tuyo, en yerro tan desdichado? ¿Cómo se perdieron aquellas trirremes, aquellas nuestras naves, que ya no son sino despojos de naves, tristes y miserables despojos? (Aparécese la sombra de Darío)

La sombra de Darío
¡Oh fieles entre los fieles, y compañeros de mi juventud; ancianos persas! ¿Qué tribulación aflige a nuestra ciudad? El suelo gime y se estremece herido y golpeado. Junto a mi tumba estoy viendo a la que fue mi dulce compañera, cuyas libaciones acabo de recibir propicio, y al verla, profunda turbación se apodera de mi alma; vosotros también estáis ahí en pie enfrente de este monumento, y plañís y me evocáis con altas y lastimeras voces y gemidos, y hacéis que deje mi ánima las sombras sempiternas. Salida es ésta nada fácil, sobre todo porque los dioses infernales son mejores para apoderarse de sus súbditos que no para soltarlos. Sin embargo, al fin logré hacerme dueño de su voluntad, y heme aquí entre vosotros. Mas apresuraos, no sea que se me acuse de tardanza. ¿Qué nuevo desastre pesa hoy sobre los persas?

Coro
Turbado por el antiguo respeto, ni oso mirarte cara a cara, ni oso hablar en tu presencia.

La sombra de Darío
Pues que acudiendo a tus ayes vengo del profundo, nada de prolijas razones; dímelo todo brevemente y acaba. Depón esa reverencia que me tienes.

Coro
Temo satisfacerte; temo hablarte para haber de contar cosas tan amargas de decir a amigos.

La sombra de Darío
Ya que el antiguo respeto se te peresenta en tu ánimo, y te embarga, pero tú (A Atossa), que un día fuiste la compañera de mi lecho, noble esposa, da tregua al llanto y a los gemidos y dime: ¿qué sucede? Habla sin rebozo.

Atossa
¡Oh tú, cuya venturosa fortuna superó la prosperidad de todos los hombres, pues mientras viste la luz del sol pasaste los serenos años de tu vida en felicidad enviadiable, siendo como un dios para los persas! Ahora también te digo dichoso, que moriste antes de ver el abismo de nuestros infortunios. Oye en breves razones todo lo sucedido. Para decirlo con una sola palabra: pereció el poderío de los persas.

La sombra de Darío
¿Y de qué modo? ¿Ha sido el azote de la peste? ¿Ha sido la discordia, quien ha destruido el reino?

Atossa
Nada menos que eso, sino que todo nuestro ejército quedó exterminado cerca de Atenas.


La sombra de Darío
¿Y cuál de mis hijos fue el que llevó allí sus armas?, dime.

Atossa
El impetuoso Jerjes, que despobló todas las dilatadas llanuras del continente de Asia.

La sombra de Darío
¿Y cómo se aventuró el desdichado en ese necio intento: por tierra o por mar?

Atossa
Por mar y por tierra. Dos ejércitos formaban la expedición; dos frentes presentaban al enemigo.

La sombra de Darío
Pero ¿de qué manera la gente de a pie pudo llevar a cabo la travesía de piélago tan dilatado y profundo?

Atossa
Uniendo Jerjes con cierto artificio entrambas orillas del estrecho del Bósforo, a fin de tener un paso para el ejército.

La sombra de Darío
¡Y tal puso por obra para cerrar el ancho Bósforo!

Atossa
Así fue. Algún dios sin duda le ayudó en esta resolución.

La sombra de Darío
¡Ah!, algún dios enemigo y poderoso vino a trastornar su mente.

Atossa
A la vista está el desastroso fin que todo ello tuvo, y qué de males nos ha traído.

La sombra de Darío
Mas acaba: ¿qué desastre les ha sucedido para que así los lloréis?

Atossa
Rota y deshecha la armada, acarreó la perdición del ejército de tierra.

La sombra de Darío
¿De ese  modo, pues, todo nuestro pueblo ha sido completamente exterminado por el hierro enemigo?

Atossa
Sí, como que hoy llora desierta la ciudad de Susa la pérdida de todos sus defensores.

La sombra de Darío
¡Oh, infeliz, y qué vigorosos y valientes auxiliares ha perdido!

Atossa
Dicen que tan sólo Jerjes, abandonado de todas sus tropas y con no muchos de los suyos...

La sombra de Darío
Llegó al fin a ponerse a salvo? ¿Cómo? ¿Adónde? ¿Se ha salvado?

Atossa
Dándose por muy contento, llegó al puente que unía a entrambas regiones.

La sombra de Darío
¿Y dicen si está ya a salvo en nuestra tierra? ¿Y es esto verdad?

Atossa
Sí, cierto. Es voz enteramente confirmada, y sobre la cual no hay discrepancia alguna.

La sombra de Darío
¡Ay! ¡Cuán pronto vino el cumplimiento de los oráculos! En mi hijo ha hecho Zeus que se ejecuten los divinos anuncios. Imaginábame yo que los dioses habían de tardar largo tiempo en llevarlos a cabo; pero cuando el hombre corre desatentado a su destino, hasta el cielo se junta con él y le ayuda a despeñarse. Ya brotó para los nuestros la fuente de todos sus infortunios, y mi hijo ha sido quien la ha hecho brotar con su inconsiderada y juvenil audacia.
            ¿Cómo pudo ser, para hacer tal, que la demencia no se hubiese apoderado de mi hijo?

Atossa
Tal fue la enseñanza que sacó el arrebatado Jerjes de comunicar con hombres funestos. Decíanle que tú habías ganado con tu lanza grandes riquezas para tus hijos, mientras que él, con flojedad de ánimo, reducíase a jugar de lanza en su palacio, sin aumentar nada la herencia de su padre. De continuo estaba oyendo oprobios como éstos de boca de aquellos malvados, y al fin determinó mover su ejército y llevarle contra la Hélade.

La sombra de Darío
¡Grandísima hazaña en verdad la de ellos y por siempre memorable! ¡Calamidad que ha desolado a la ciudad de Susa, como ninguna de cuantas cayeron sobre ella desde que Zeus todo-poderoso quiso conceder a un solo hombre el honor de imperar sobre toda la rica Asia, empuñando el cetro real!

Coro
Y, en fin, ¿qué determinas? ¡Oh Darío: oh señor! Después de lo que ha sucedido, ¿cómo haremos aún para que el pueblo persa vuelva a su antigua gloria?

La sombra de Darío
Jamás llevéis vuestras armas contra los helenos, así fuesen más poderosas que el ejército de Jerjes, porque hasta la tierra misma pelea por ellos.

Coro
¿Cómo has dicho? ¿Qué pelea por ellos...? ¿De qué suerte?

La sombra de Darío
Matando de hambre a los ejércitos más grandes y poderosos.
            Yo vuelvo a las tinieblas habitadoras del profundo. Y vosotros, ancianos, salud, y aun en los males mismos, dad el alma a la alegría, mientras el día luzca para vosotros; que las riquezas de nada aprovechan a los muertos. (Húndese la sombra de Darío)

Coro
Lleno de dolor he oído los muchos desastres que hoy aflijen a los bárbaros y los que han de sobrevenir aún.

Atossa
¡Oh Fortuna, y cuántos dolores me asaltan, y qué crueles! Y lo que me hiere más es oir la fealdad e ignominia con que viene mi hijo, hechas harapos sus magníficas vestiduras. Corro a mi estancia: tomaré cuanto sea menester para su remedio y regalo, y me daré prisa a salirle al encuentro. No abandonemos en la desgracia lo que más amamos en el mundo. (Vase)

Coro
¡Oh dolor! ¡Qué poderosa y feliz y bien gobernada vivía nuestra república cuando imperaba aquel anciano generoso que a todo acudía, el invencible Darío, aquel rey sin igual en grandeza a los  mismos dioses! Entonces brillábamos por la gloria de nuestras armas y las leyes gobernaban nuestras bien defendidas ciudades, y de retorno de nuestras guerreras empresas veníamos otra vez sanos y salvos, y trayendo la victoria a nuestros hogares.
            Pero ahora trocaron los dioses la suerte de las armas. Obra de ellos es sin duda este desastre que hemos sufrido, quedando rotos y deshechos en una batalla naval. (Sale Jerjes solo, con los vestidos desgarrados y en desorden. Trae el carcaj, sin flechas)

Jerjes
¡Ay, infeliz de mí! ¡Y qué triste suerte alcancé, como nunca podía esperarla! ¡Con qué crueldad se ha ensañado la fortuna en la nación persa! ¿Qué haré? ¡Miserable! Mi cuerpo desfallece; me faltan las fuerzas al contemplar a estos ancianos. ¡Oh Zeus! ¡Ojalá que con aquellos esforzados varones que perecieron, a mí también me hubieses sepultado en las sombras fatales de la muerte!

Coro
¡Ay, oh rey! ¡Ay de nuestro valeroso ejército. La patria llora a aquella juventud que nació en su suelo, y a la cual Jerjes ha llevado a la muerte, llenando con ella las profundas mansiones del Ades. ¡Qué multitud de guerreros, la flor de esta tierra, los de temible arco, han descendido a aquel imperio tenebroso! Toda una generación entera de miles de miles de hombres que ha perecido. ¡Ay, ejército insigne! ¡Cayó miserablemente la nación reina de Asia!

Jerjes
¡Héme aquí; yo soy el miserable, el digno de ser lamentado por toda mi raza; yo, que nací para ruina de la tierra de mis padres!

Coro
Y éstas serán las aclamaciones con que salude y celebre tu vuelta; tristes voces, doloridos lamentos, el lacrimoso y funerario cántico.

Jerjes
¡Dejad salir las lágrimas, los ayes y los gemidos, porque ya estáis viendo cómo se ha mudado la fortuna, y cómo se ha vuelto contra mí!

Coro
Sí; yo dejaré que salgan mis quejas y mis ayes; yo rendiré tributo de duelo y de plañidos a las desgracias de nuestro pueblo; a esa tremenda calamidad que ha sepultado en las ondas a toda una generación que ahora está llorando la patria. Yo clamaré una vez y otra con doloridas y lacrimosas voces.

Jerjes
Golpe es el que nos ha herido cual los que la fortuna suele dar en la vida.
            ¿Ves lo que me resta de todos mis arreos y pompa militar?

Coro
¡Lo veo, lo veo!

Jerjes
Este carcaj...

Coro
¿Qué es lo que dices que has salvado?

Jerjes
Este carcaj donde guardo mis flechas.

Coro
¡Miserable resto de tesoros tan ricos!

Jerjes
Hemos perdido todos nuestros defensores.

Coro
¡No huye del combate el pueblo jonio!

Jerjes
Es un valerosísimo pueblo. ¡No me esperaba yo la derrota que he presenciado.
            Vedme sin ninguno de los que me escoltaban.
 
Coro
¡Oh desdichas, desdichas!

Jerjes
Mésate la blanca barba.

Coro
¡Con toda mi fuerza, con toda mi fuerza! ¡Oh miserabilísima desventura!

Jerjes
Lanza agudos ayes.

Coro
Así haré.

Jerjes
Báñense en lágrimas tus ojos.

Coro
¡Sí que me deshago en lágrimas!

Jerjes
Responde a mis clamores con tus clamores.
            Vuelve a tus hogares llorando nuestra ruina.

Coro
¡Oh patria mía de Persia; lanza un ay de dolor!

Jerjes
Sí; resuene en toda la ciudad.

Coro
¡Oh patria mía de Persia; lanza un ay de dolor!

Jerjes
¡Ay, trirremes mías! ¡Ay armada mía destrozada!

Coro
Yo te seguiré con doloridos ayes.



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